Monday, November 22, 2010

Mi otra voz (Homenaje)

La alacena de la memoria
Aquellas abuelas, aquellos abuelos
Angélica Prieto Inzunza *

Un mundo es el que conocemos por los padres: lo que es estrictamente la casa paterna y lo que ellos nos muestran del universo. Otra cosa es la escuela; no sólo el edificio, claro, sino también los libros, los globos terráqueos... Finalmente, y quizá sea éste el espacio que más nostalgia nos produce a la distancia, está el hogar de los abuelos, el papá y la mamá grandes o como quiera que se les llame.
Sin duda, los niños más afortunados tienen dos abuelos y dos abuelas; pero para muchos, es ya una suerte contar con al menos una pareja de ellos.
Si viajamos en el tiempo a nuestra infancia, posiblemente descubriremos que la casa de los abuelos constituía en sí una vuelta al pasado. Mirando los retratos de familia dábamos un salto a la infancia de nuestros propios padres. Más emocionante aún era hurgar entre reliquias de otro siglo que nos hacían exclamar: “Cómo, tata! Tu también tuviste papá?’
Era maravilloso confundir al bisabuelo, retratado el día en que estrenó sus polainas, con uno de los tíos. Y una delicia era acariciar la pluma de avestruz que había llevado la abuela al baile en el que conoció al abuelo. Así como sopesar la bolsita de malla de plata, herencia de la bisabuela. Nos daban ganas de ser retratados en aquellas sillas de bejuco, ante fondos de cortinas de terciopelo oscuro con ribetes dorados.
Otras imágenes que me vuelven a la memoria son las de los viajes en tranvía. Partiendo de la esquina de Morelia y Durango, en la colonia Roma, nos encaminabamos hacia la avenida Cuauhtemoc a esperar el lentísimo Primavera –llamado así por su terminal tacubayense, en el jardincillo del mismo nombre. Si era de noche, disfrutabamos la espera contemplando extasiadas el anuncio luminoso de Cartablanca: la botella se inclina hacia la copa, de la cual, con infinidad de lucecitas blancas, se derrama, una y otra vez, la espuma. Cuando finalmente llagaba el Primavera, iluminado en su interior, detectábamos de inmediato su olor tipico: siempre había algun viejito fumando puro.
Para ir al circo Atayde, una vez al año, era preciso esperar ese tranvía con mucha anticipación; de lo contrario, corríamos el peligro de no alcanzar entradas. En ese caso, los abuelos sugerirían compensar el circo con una excursión, el domingo siguiente, a Xochimilco.
Otra diversión sencilla, de las ofrecidas por los abuelos, era la matineé dominical. Tres películas al hilo, ¡ y con muéganos!La guerra de los mundos, Veinte mil leguas de viaje submarino, Tarzán en la selva, o Las aventuras de Rob Roy, en el cine Morelia o el México.
En la epoca navideña, lo que no podía faltar era el recorrido por los alrededores de la Alameda y el Zócalo, para admirar la iluminación, pegar la cara a las vitrinas de los grandes almacenes, y llegar a retratarse con Santa Clos.
Conocimos la televisión gracias a esos abuelos, cuando se mudaron a la hermosa casa de la colonia Narvarte.
Los sábados por la tarde, despues de la comida se despedía mi mamá, quien iba a casa a descansar, antes de emperifollarse para salir con mi papá a algun nuevo club nocturno. Nosotros nos quedábamos viendo las películas de Sara García y Joaquín Pardave, María Félix y Jorge Negrete, Pedro Infante y Marga Lopez, Libertad Lamarque, Niní Marshall, de las cuales tardamos mucho en enterarnos que eran argentinas.
A eso de las seis dejábamos el lugar frente al aparato al abuelo Fidel y al tío Hector, quienes con sendas cervezas se disponían a gozar de la función de box, mientras nosotras nos poníamos a jugar a las cebollitas en la elegante escalera de marmol que subía a las recamaras. Ya nos habíamos cambiado de ropa, guardando los vestidos de pique rosa y los zapatitos blancos, para ponernos los overoles de pana y las alpargatas bordadas con lentejuelas por la abuela María Ester.
...
Algunos sábados en la noche los tíos tenían fiesta en la casa. Nos tocaba repartir aceitunas, quesitos y cacahuates entre los invitados, mientras varios de ellos bailaban el mambo o el chachachá o se lucían con el baile del pingüino.
Sobre la mesa del comedor la abuela iba colocando charolas con rebanadas de pan untadas de paté y adornadas con rajitas de pimiento morrón, sin que faltara el platón con natilla o las mitades de duraznos en almíbar.
La casa de los abuelos no solamente nos dejó aromas y sabores: pastel de carne, pollo frito, chongos zamoranos; también nos dio texturas: terciopelo, brocado viejo, el chenille de las colchas...
Nos perfumábamos con la lavanda de “Sanborn’s” de la abuela, y nos polveábamos la nariz con sus polvos de arroz. Aunque nos gustaba más, con dos pares de calcetines de los tíos en cada pie, patinar en el piso de madera recién encerada.
Nuestros cinco sentidos se sentían vivos: además del singular perfume a pino, musgo y heno del enorme Nacimiento al que nos acercábamos, maravilladas de saber que los propios abuelos lo habían decorado con infinita paciencia y bondad, estaba el sabor inolvidable del rompope que nos permitían probar en esa solemne ocasión, la transparencia brillante del dulcísimo acitrón en cubitos, el suave crujir del linóleo de la casa de tía Licha, la esponjosa cabellera azul de la tía Altagracia, los membrillos de la huerta de la tía Esperanza, el cariñoso acento madrileño del tío Ricardo –tías y tíos postizos, hechos nuestros no por lazos de sangre sino por los, a veces más fuertes, a pesar de todo, los del afecto.
Y me refiero también a la percepción infantil, a la mirada de niña que hacía un entretenimiento de contar todos loscoches rojos o verdes vistos desde el balcóon del diminuto departamento de la otra abuela, la paterna, en la esquina de Barcelona y Bucareli, después de que nos habia ofrecido la infaltable Chaparrita de naranja.
Se antojan inagotables los detalles que se recuerdan de aquella epoca. Todavia me parece estar viendo al abuelo que nos enseña a esmerilar un vidrio frotandolo con otro sobre el que ha colocado arenilla rojiza. Y, ¿no jugábamos mis hermanas y yo a la comidita, con tallos de alcatraces como copas elegantes que despues nos dejaban las palmas de las manos ardidas? Corriamos con la abuela, quien las calmaba con agua de rosas preparada ella misma...
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* mi hermana, alma gemela, quien aquí rememora igual que yo.