Wednesday, February 14, 2007

Postales: KENYA

EN Kenya las fieras, habitantes milenarios de Africa, gozan de privilegios no conocidos por la mayoría de la población autóctona. No menos de veinte parques en un país del tamaño de los Estados combinados de Sonora y Sinaloa (o, si se quiere, un poco más grande que España), que antes eran los cotos de caza de los blancos, y ahora sólo su lugar de descanso y distracción: los recorren en jeeps conducidos por bien uniformados e informados guías, donde los leones, leopardos, guepardos, elefantes, cebras, jirafas, gacelas, babuinos, y cientos de especies de aves viven en su medio natural, al amparo de la mano asesina del hombre (en 1977 se decretó en Kenya la prohibición de la caza, pero sigue habiendo traficantes de marfil que pagan a los cazadores furtivos sumas desproporcionadas, tanto en relación con lo que éstos ganarían cultivando la tierra o vendiendo sus productos en el mercado, como con lo que reciben aquéllos de manos de los millonarios de Japón y Europa). Un lujo, pues, adentrarse en un zoológico gigantesco, y convertirse incluso, metido en un vehículo todo terreno, cámara y binoculares al hombro, en animal doméstico expuesto a la observación de las fieras... Los ingresos por ese turismo de lujo deben ser considerables, pero el pueblo ve muy poco, casi nada, de sus beneficios. Es otro el tipo de fiera con el que tiene que enfrentarse a diario el kenyano medio: la corrupción oficial, que hace desaparecer las divisas turísticas en bancos suizos, mientras el paludismo diezma a la población infantil. Los que sobreviven y llegan a terminar la escuela secundaria, a costa del trabajo penoso y mal remunerado de sus padres (choferes, mucamas, jardineros, nanas, serenos), en virtud de la misma corrupción encuentran cerradas las puertas de la universidad.
...


Lago Baringo, Kenya Julio de 2002
Estamos en el albergue del Lago Baringo, al norte de Nairobi. Hicimos tres horas y media de manejo en el pequeño jeep que alquilamos para esta estadía de dos meses, con contrato del Programa de las UN para el Medio Ambiente (PNUMA). Llegamos, pues, a las 2.30pm, agotados, sedientos y hambrientos. Nos recibieron a la entrada del albergue (es, en realidad, un hotel de lujo donde los once cuartos dobles están cubiertos con tiendas de campaña verdes, para que se confundan con la vegetación, cada uno sobre un promontorio de la isla Kwakwa, con vista al lago) con vasos de jugo y comida de buffet en el restaurante al aire libre, frente a la alberca. Después nos echamos una larga siesta.
Al día siguiente, nos levantamos a las 6.30am para hacer una caminata con guía y ver por lo menos parte de las 240 especies de pájaros que se supone hay en la isla. El guía pertenece a la tribu de los jamnes, emparentados con los masai, pero que, a diferencia de éstos, comen pescado, o al menos lo comían cuando aún lo podían pescar del lago antes de que se los prohibieran por el hecho de que el lago ha ido perdiendo agua en los últimos diez años. Esta prohibición no se aplica a las águilas pescadoras, que se clavan desde gran altura en dirección del pez que, con su vista de águila, han percibido cerca de la superficie, para agarrarlo con gran eficacia. En el lago también habitan cocodrilos e hipopótamos; la flora y fauna de esta zona, del Valle del Rift, es la que más se asemeja a la ya casi desaparecida del Valle del Nilo.
Durante la caminata de una hora, vimos no menos de quince especies de aves, desde el pequeño y hermoso sunbird, parecido al colibrí, pero es un poco más grande, y según el guía no están emparentados, hasta la gigantesca cigüeña marabú (que tiene aspecto de buitre), pasando por los tejedores amarillos, los bulbuls, los canarios, patos, garzas y otros muchos cuyo nombre desconozco en español.
Este es uno de los lugares de Kenya que más me gusta, aislado y tranquilo. Vinimos aquí en 1995, con Eva y Jurgen, y desde entonces, es preciso reconocerlo, se le siente un tanto desangelado, con pocos turistas, y la disminución de la calidad y variedad de la comida, que era excepcional. Parece que el dueño está pensando en venderlo.

Del Lago Baringo regresamos directamente el lunes a Nairobi (sin dar una vuelta, como hace 17 años, por el muy inhóspito Lago Bogoria, de aguas salinas y terreno rocoso).
Me gané el día tras haber trabajado el jueves de 8.30am a 10pm, para terminar yo sola, como “travisora”, con cuatro mecanógrafas, las más de cuarenta páginas del proyecto de informe de la Conferencia sobre el Ozono, que se está celebrando en Montreal.

En el suburbio donde estamos viviendo, Runda, a poca distancia de New Runda, donde alquilamos una casa para el año que pasamos aquí, de julio de 1994 a julio de 1995, además de haber construido casetas a la entrada, con vigilantes que revisan las credenciales de los que entran en su auto, han abierto un restaurante: “Lord Erroll”. El dueño es un suizo que trabajaba para las UN, e invirtió en esto toda su pensión. Compró un terrenazo y construyó un restaurante de lujo, con varios salones con mucho trabajo de maderas finas de Kenya y vitrales, separados por jardines y fuentes. Ahí invitamos el viernes pasado a nuestro caseros, que tan amables se han portado con nosotros. Ella es colombiana, jefa de la sección de mecanógrafos del PNUMA y él, de origen indio (Punjab), es administrador en HABITAT. Los hijos viven en Australia (Brisbane), desde … año en que corrió el rumor de otra expulsión de “Asians” como les dicen aquí a los hindús, semejante a la perpretada por los ugandeses bajo las órdenes del loco asesino Idi Amín. Cuando pasó la alarma, los hijos ya no quisieron regresar; se sienten muy a gusto en la tierra de los “Aussies”.
Pese al bombo y platillo, la cena no fue cosa de otro mundo, aunque sí cara; hemos comido mucho mejor en otros lugares de Nairobi.

NEGRAS HISTORIAS DE AFRICA
Noche oscura
I
Vamos una noche a un restaurante italiano que nos han recomendado. En el centro, detrás del mercado. Calles sin iluminación ni pavimento. Con las lluvias, hay partes que se han convertido en lodazales. Pasamos al lado de pequeños grupos de muchachos harapientos, y nos detenemos frente a la fachada iluminada del restaurante. Mi marido, al volante, me pide que baje a preguntar si tienen estacionamiento. Cuando salgo de nuevo, no lo veo donde lo dejé. Atravesando la oscuridad con la mirada, lo descubro del otro lado de la calle, seguramente porque no podía seguir parado frente al local. Doy el paso para cruzar, y me sobresalta un adolescente negro que viene hacia mí, quizá sin mirarme, las córneas enrojecidas por la droga. Asustada, apresuro el paso hacia el jeep y al acercarme a la puerta del pasajero, meto el pie izquierdo, hasta el empeine, en una masa blanda, gris y pestilente; lodo y excremento humano. Asqueada por partida doble, al sentarme y cerrar la portezuela, me quito el zapato inmundo, y antes de posarlo en el piso, lo envuelvo en unas hojas de periódico que siempre llevamos en la parte trasera. Con los dientes apretados por la rabia –en última instancia, culpo a mi marido del enojoso incidente-, le indico dónde debemos estacionarnos.
-Déjame primero a la entrada-, le pido, y habiéndome quitado ya los dos zapatos, bajo y entro en el restaurante, con mi traje pantalón y calcetines.
En el curso de la cena me tranquilizo. Como siempre, es un abismo lo que nos separa a comensales y dueño (incluso cocineros y meseros), protegidos todos bajo la luz cálida de las lámparas, sentados ante manteles blancos, de los de allá afuera, aislados en la tenebrosidad de la noche, de su vida.
De vuelta en la casa, mi marido ofrece lavar mi zapato.

II

Ha venido a visitarnos una amiga de Nueva York, afroamericana. Salimos una noche a cenar en el Land Rover. Van ella y mi hijo mayor atrás, adelante mi marido y yo. A poco de salir a la carretera –la que separa nuestro fraccionamiento de residencias grandes, ajardinadas, del resto de la ciudad-, vemos en la penumbra, fugazmente, un bulto tendido en el suelo.
-¡Para, para!-gritan mi hijo y mi amiga al unísono- ¡Es una mujer!
Tendida cuan larga es, a medio camino. Impávido, sin olvidar una sola palabra de todas las advertencias que nos hicieron al llegar aquí –“nunca se detengan en la carretera, por nada ni por nadie”-, mi marido se desvía medio metro para evitarla, reduciendo apenas la velocidad.
-¡Papá, para!- repite mi hijo con tono indignado. En ese momento, él y nuestra amiga se vuelven, pero la mujer ya no está. Por el espejo retrovisor mi marido y yo hemos visto que se enderezaba, al darse cuenta de que la estratagema no había dado resultado, y se metía en las sombras, tal vez a donde los cómplices la esperaban, igualmente frustrados.


Pequeña estafa
En nuestra segunda estadía, de dos meses, nos alojamos en la casa de huéspedes de los Kalsi, de modo que mi marido, que ha llegado a Nairobi una semana después que yo, no tiene idea de quiénes son los empleados domésticos: nunca menos de tres en una de estas residencias con jardín en las afueras de la ciudad y cercanías de los organismos internacionales. Yo, por lo menos, he visto cada noche desde que llegué a Gordon, el guardián nocturno o azkari.
Una mañana, después de dejarme en la oficina en el jeep que hemos alquilado, mi marido piensa ir primero al mecánico, y luego al centro, pero por consejo de aquél, deja el coche estacionado en el garage, y va a la parada del autobús urbano o matatu.
Leyendo su periódico espera –me contará más tarde-, cuando se le acerca un hombre negro, alto, modesta pero limpiamente vestido, de pantalón y saco, quey le dice, pero de esto mi marido no está cien por ciento seguro: “¿Señor. C…”? O ¿sólo “Señor”? Por cortesía, por temor de ofender, le presta atención.
-¿Se acuerda de mí? Mi esposa y yo le estamos muy agradecidos a la Señora (¿dice “C...”?)- le tiende la mano.
Mi marido se la recibe y estrecha.
-¿Cómo está?
-Bien…
A continuación, el hombre, sonriente, agradable, le cuenta una historia triste, que termina en un sablazo. Mil doscientos chelines, poco menos el equivalente de veinte dólares.
Pensé que podría ser el askari, dice mi marido. Me daba vergüenza responderle: “No lo reconozco; no me acuerdo de su cara…”. Tampoco quería darle veinte dólares.
-Tengo diez –metiendo la mano a la cartera.
-Está bien. Le agradezco mucho. Luego se los llevo- nuevo apretón de manos.
Creo que fue una estafa, me dice riendo. Creo que sí, le digo. No puedo imaginar a Gordon ni al jardinero arriesgando en esa forma su empleo.
Esa noche, cuando después de que nos abre la reja, lo ve en el jardín, pese a la oscuridad mi marido se da cuenta de que no era el mismo.


Rose y Vincent

Rose fue nuestra cocinera el año que vivimos en Kenya. Venía “con la casa”, pues el inquilino anterior, un noruego funcionario de Habitat, nos la recomendaba encarecidamente: “Si ustedes no la emplean, se quedará en la calle.” Una mujer entrañable, seria y dedicada.
Cuando terminó mi contrato, tuvo la buena idea de pedirnos nuestra dirección en Nueva York. En el curso de los veinte años siguientes me habrá escrito unas tres, cuatro veces, pidiendo ayuda. A poco de haber entrado al servicio de un matrimonio del PNUMA, inglés él, kenyana ella, lo perdió de nuevo. Viuda, con tres hijos, la madre enferma. De una u otra manera, pude hacérsela llegar, cincuenta, ochenta, cien dólares. La última vez, hará cosa de un año, habiéndome pedido mi dirección electrónica, me hizo llegar un mensaje por ese medio. Estaba utilizando la computadora de su hermana; me pedía ayuda para su hijo menor, a punto de terminar la secundaria. Le respondí: “Dígale a su hijo que me escriba. Veré qué puedo hacer”. Poco después llegó el mensaje de Vincent, elocuente y agradecido por anticipado. Me cayó simpático, empezamos a corresponder. Le hice un primer envío a una cuenta bancaria, pero para los dos siguientes le pedí nombre del Instituto en el que pensaba inscribirse, cuenta bancaria del mismo, contacto con alguien de la administración. Cumplió con todo; tuve confirmación de que él, Vincent M., se había inscrito y estaba por comenzar una carrera comercial. Saludos, felicitaciones, agradecimientos. Meses más tarde, otra carta de Rose K. , por correo aéreo, pidiendo de nuevo ayuda, esta vez para la madre enferma. Me niego cortésmente, recordándole que ya estoy ayudando a su hijo, y añado “Debe sentirse orgullosa de Vincent; es un muchacho estudioso.”
En enero, al regreso de las vacaciones, encuentro dos sobres de papel estraza, con timbres de Kenya. En uno encuentro las fotos que había pedido a Vincent, sus calificaciones parciales, carta entusiasmada sobre sus progresos y planes. Yo, muy contenta con “mi ahijado”. Abro el segundo sobre: carta de Rose, escrita pulcramente a máquina (si no, tiene buena letra y ortografía). Después de los saludos y buenos deseos de rigor, las palabras que me estallan en la mano como granadas: “Lamento decirle que Vincent M. no es mi hijo. Es mi sobrino, hijo de mi hermana Lydia. Mi hijo se llama…”
¿Qué me importa cómo se llame su hijo? ¿Por qué nunca me escribió? Y el otro, ¡qué agallas! Vio el e-mail que le mandé a su tía y agarró viaje. Aunque sólo por eso debería seguirlo ayudando… la verdad es que me siento descorazonada, estafada, triste. No puedo resistir ponerlo a prueba; sin contarle nada de la carta de Rose, le digo por correo electronico que necesito saber los nombres de su padre y madre... Responde, sin inmutarse: Joseph O., y Rose K.
Me parece que la anécdota refleja la mentalidad nacional: se sabotean a sí mismos constantemente, y vuelven a tender la mano.

Devuelvo cada carta a su sobre; los coloco en la parte de atrás de mi escritorio –ni muy visibles, ni completamente ocultos-, decidida a no responder a ninguno de los dos. ¿Para qué?
….

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