Friday, February 23, 2007

La mentira vital

"... puesto que existe la tentación de creer en la realidad de lo imaginario, acabamos por hacer una verdad de nuestra mentira. Lo cual, por otra parte, no tiene sino una importancia relativa, ya que tan vital es la una como la otra." Luis Buñuel, Mi último suspiro


LA VENGANZA

TODAVIA existe el edificio ruinoso, en pleno centro histórico de la ciudad; su fachada de piedra labrada, de la que el tiempo y la mugre han ido borrando poco a poco las flores y las frutas, las aves y los caracoles. Puede verse aún el gran portón de madera, seca y resquebrajada como el rostro de un anciano. Se abre a un patio tenebroso, maloliente, en el que montan guardia unos macetones despintados de rojo con helechos y geranios que riega alguna mano poco indiferente.
A la derecha del zaguán arranca la sólida escalera que lleva a los tres pisos siguientes, antes de rematar en la azotea, la cual se convierte, entre las nueve y las once de la mañana, en el centro social del vecindario. Las horas del lavado de ropa se llenan de un murmullo incesante, mezcla de voces y agua que corre, cuando las mujeres, cantan y platican, se inclinan sobre los lavaderos, moviendo rítmicamente los brazos desnudos, friega que friega la ropa con el jabón Tepeyac.
-¿Ya supo que la dueña amenazó con desalojar a la familia de don Tacho si no le pagan la renta atrasada?
-¡Qué vieja mula! Como si le hiciera falta el dinero.
-No, pues así es como se hacen ricos los ricos...
-Ese don Tacho está re mal. Me contó la señora Paulina que carga la botella de tequila en la caja de las herramientas, ¿usté cree?, que le entra al trago en horas de trabajo. Pero la pobre mujer y los hijos no tienen la culpa; ella bien que se soba el lomo lavando ropa ajena.
-La mujer del peluquero me contó que una de las patronas que contrató a don Tacho lo encontró bien dormido, sobre la tapa del excusado que acababa de cambiar...

Yo andaba por los trece; mi mamá me había pedido que subiera a la azotea a descolgar la ropa. Llevábamos viviendo en esa casa dos años, desde que mi papá había perdido su empleo, y mi mamá, a escondidas de la dueña, servía comidas a estudiantes para ayudar con los gastos. Sólo había dos tramos de escalera antes de llegar a la azotea; al subir, contaba los escalones, pero nunca al bajar, porque era de mala suerte. A la hora de la comida el sol caía a plomo, pero por el lado del Ajusco se distinguían nubarrones de tormenta. Los lavaderos estaban desiertos, y en los tendederos ondeaba plácidamente la ropa limpia. Las vecinas habían bajado ya a calentar la comida para su familia, y hasta ahí llegaban los olores agridulces de los frijoles, las tortillas, los guisos de carnes y verduras. No se oía ni el aleteo de una paloma.
Estaba de puntas, estirándome para alcanzar una de las camisas de mi papá, cuando oí la voz, desagradable. Casi pierdo el equilibrio. Solté una de las pinzas, y ahogué un grito al verlo salir de detrás de los lavaderos.
-Ay, Anita, ¿te asusté? - la voz pastosa- ¿Te-te ayudo?
Fruncí el ceño. En el vecindario no lo queríamos; se rumoreaba que le entraba también a la mariguana. Apenas me oí responder:
-Ah. Es usted, don Tacho...No...
Me daba el sol en la cara, y lo que distinguía era sólo una gran sombra, que en ese momento se movió. Dejé de verlo, y lo sentí a mis espaldas. Tiró de la cuerda para que yo alcanzara la camisa que había quedado colgada de un hombro. Tenía su olor a sudor y alcohol metido en las narices. Entonces me pasó el brazo por delante, me apretó contra su cuerpo. Metió su mano entre mis piernas. Quise gritar, pero sólo me salió un ahogado: "Suélteme, pinche..." Me dolían los ojos, por el sol y las lágrimas a punto de salir. Hizo un ruido como perro, se arrodilló sin soltarme mientras deslizaba la otra mano entre mis rodillas.
-Ya, ya, chiquita...
Girando, le di un codazo en la quijada. Me zafé y corri hacia la escalera; baje como perseguida por el diablo. Pero nadie venia detras de mi.

-¡A comeer!- llamó mi mamá.
Poco después se soltó el aguacero, y recibí una buena regañada por haber dejado que se mojara la ropa... Entonces aproveché para encerrarme de nuevo en el baño y llorar a mares.

-¡Psst! ¡Ana! apunta, o te va a reprobar el maestro; ya ves que es re mula.
-Escriban- la voz gangosa del químico se pasea entre las filas de pupitres, leyendo de un grueso volumen con sus lentes de fondo de botella-: "El hidróxido de sodio, fórmula N A O H, se conoce también como sosa cáustica..."
-¡Es lo que mi mamá le echa al wáter para destaparlo!
-¿Eh? ¿Qué dices?
-"...es corrosivo para la piel; produce irritaciones en las membranas mucosas..."

(La botella tiene tapa de rosca. Detrás del excusado, la bolsa de papel con los polvos. Una cucharada. Y devuelvo la botella a la caja de las herramientas.)

- ¡Qué semana, comadre! Primero la dueña del edificio, sola como un perro, que dizque le dio un patatús, y al caer se golpeó la cabeza con un botellón de agua, d’ésos antiguos. Su hijo la encontró desangrada, días después... Y luego ¡don Tacho!
-Me encontré a la pobre Petra hecha un mar de lágrimas. Se ve que, con todo, lo quería.
-Usté ni estaba aquí ese día. Se oían los gritos del viejo en todo el vecindario "¡Me quemo!", como si ya estuviera en el puritito infierno... Quesque fue intosicación.
-¡Ay comadre! !Que semana!
Las mujeres se persignan con los dedos enjabonados, y siguen fregando la ropa sobre el cemento acanalado de los lavaderos.
...



PARA GANAR EL AMOR

VI a Sergio en la fiesta del hijo de la señora Amalia. Eramos vecinos de manzana, íbamos de acompañantes de los hermanos menores y nos sentíamos como gallinas de otro corral. Pasé todo el tiempo entre la sala, donde se encontraban las mamás platicando, y el umbral de la puerta del patio, sin atreverme a salir y participar en los juegos de los chicos. No sabía qué hacer con las manos húmedas, y me sentía demasiado consciente de la blusa tejida con adornos de angora y, debajo, del brasier que ese día estrenaba.
El se había quedado en un rincón, sin poder ocultar su aburrimiento. De vez en cuando nos mirábamos, y enrojecíamos lastimeramente. Su pelo negro y sus ojos brillantes se me quedarían grabados hasta el fin de mis días. Esa noche lo ví en sueños. Supe que vivía a dos casas de los Sánchez y que pasaba buena parte del tiempo, al regreso de la escuela o a media tarde, conversando en la calle con los amigos, o dando vueltas a la manzana en bicicleta. Cuando acompañaba a su hermano a jugar con Paquito, desde la terraza mis hermanas y yo oíamos las voces animadas de los tres muchachos; entonces yo subía a la azotea, muerta de la emoción, y desde allá, sin dejarme ver, lo espiaba. No pocas veces tuvo que conformarse con las piernas de sus pantalones vaqueros y las ruedas de la bicicleta, pues evidentemente se quedaba en la puerta y no pasaba más adelante. En otras ocasiones, yendo a la tintorería, lo veía, siempre al lado de la bici y aunque estaba rodeado de amigos, me hacía la ilusión de que me estaba esperando... Cuando alcanzaba a verme, alzaba casi imperceptiblemente la cabeza y se dibujaba una leve sonrisa en sus labios, suficiente para que yo sintiera un irremediable vuelco del corazón.

Lo que sucedió aquel martes en que, como llegaban mis abuelos a comer, mi mamá me encargó que fuera a comprar las tortillas, no podía dejar de suceder... Al llegar esa mañana Ernestina, la nueva planchadora, joven y enamoradiza, le pidió a su patrona que le leyera su horóscopo. Yo era del mismo signo, y me quedé a escuchar. Algo decía, leyó mi mamá disimulando muy mal la risa, de la necesidad de arriesgarse "para ganar en el amor"...
La tortillería quedaba a la vuelta de la casa; yo sólo tenía que llegar a la esquina más próxima, y caminar media cuadra. Pero, tomando el camino largo, que significaba darle toda la vuelta a la manzana, me aseguraba de pasar frente a la casa de Sergio y casi indudablemente encontrarlo ahí, conversando con sus amigos, de pie al lado de su caballo, digo de su bici... La promesa de su sonrisa, de su discreto saludo a la distancia, del brillo de sus ojos tiernos bajo el mechón de pelo, era suficiente para ponerme alas en los pies y permitirme desafiar cualquier obstáculo. Volé: tenía que tratar de hacer todo en el mismo tiempo que me hubiera llevado andar a paso normal un tercio del camino, y volver a casa con los dos kilos de tortillas calientes metidas en el chiquihuite. La calle estaba desierta, y tuve la impresión de que era una llanura... Aquella manzana de casas chatas de colores, con ventanas como ojos miopes, las copas cenizas de los troenos y colorines, el tronco majestuoso de la jacaranda, las tórtolas que zureaban, era todo mi mundo. Bajo el sol del mediodía debía lanzarme a la aventura.
Volé, pues, pero no llegué muy lejos. Exactamente a la mitad de la cuadra, una reja entreabierta; el perro, atado probablemente con una soga larga, se alarmó con mi carrera loca y en el momento preciso en que pasaba, me saltó encima y me mordió con fuerza el muslo, rasgando la piel a través de la tela del uniforme azul marino. Adolorida, me detuve de inmediato, me alcé la falda y ví la herida que sangraba. No pude ir más lejos. Con lágrimas en los ojos, cojeando, di media vuelta y llegué a casa sin las tortillas. Incapaz de hablar de mi aventura, temiendo una buena regañada, inventé -tenía mucha facilidad para la mentira- que, camino a la tortillería, en la esquina precisamente, me había mordido un perro callejero.
"¿Cómo era, por dónde se fue?". A las preguntas desesperadas de mi papá contesté tartamudeando, entre sollozos: "N...no sé... creo que café; se fue muy rápido, me parece que rumbo al Viaducto..." No había remedio. El teléfono de la casa estaba descompuesto y, a gritos desde la azotea, mi mamá tuvo que pedir a la señora Amalia que por favor llamara a Salubridad. Toda la cuadra se ha de haber enterado... A partir del día siguiente, antes de la entrada a clases, mi papá me estuvo acompañando al Centro de Salud más próximo para que me pusieran en la piel del estómago la serie de catorce vacunas...
Todo lo soporté con estoicismo: ofreciéndole a Sergio, que nunca se enteraría de nada, el sacrificio de mi amor adolescente.




QUINCEAÑERA

-POR lo menos pasa un momento a la Iglesia de la Piedad a rezar... -dijiste sin alzar la vista del vestido que me terminabas para la fiesta de esa tarde. Tus palabras me sorprendieron, pues aunque eras católica y habías querido que tus hijos recibiéramos el bautizo e hiciéramos la primera comunión, nunca habías insistido demasiado en nuestra educación religiosa, menos por falta de convicción que por una tendencia a dejar en manos de mi padre prácticamente todo lo que tenía que ver con nuestro desarrollo espiritual o intelectual . De modo que te habías limitado a llevarnos a misa los domingos y hacernos rezar antes de dormir. En casa de los abuelos, los fines de semana, sí era obligatoria la oración, mañana, tarde y noche al pie de las imágenes del Sagrado Corazón, la Ultima Cena y la Virgen de Guadalupe, pero nunca nos fue incómodo seguir el ritual.
No pude definir si había reproche en tu voz, o tristeza. Por costumbre, creí que era reproche: seguramente no merecía estar contenta, anticipándome a la fiesta, a los regalos, si antes no iba a dar gracias a Dios.
"Demos gracias porque ha llegado el día en que tu hija...", eran las palabras que había empezado a pronunciar el sacerdote en la ceremonia de Te Deum por los quince años de mi amiga Estela, un mes antes.
"Si los quieres criar como católicos, no me opongo. Ya elegirán cuando crezcan", decía mi padre. Para elegir, claro, se necesita tener más de un camino. A lo largo de los años, en forma más o menos directa, él se había encargado de mostrarnos cuál podía ser ése, alegando lo improbable de la existencia de Dios, el fanatismo de toda religión y la situación privilegiada del clero en un país de pobres como el nuestro.
Llegar a los quince era ser un poco adulto, capaz de decidir sobre algunas cuestiones.

"Para esa fecha -me había preguntado él-¿quieres baile en salón, o fiesta pequeña en la casa y después un viaje?"

Sólo pude entender el motivo de tu petición tiempo después, cuando tuve aquel sueño:
De pie, inmóvil, y de espaldas (porque a tu rostro no puedo imaginarle los rasgos de la tristeza), te veo rodeada de mangos, aguacates y limoneros en la huerta de la casa de provincia donde creciste, en vísperas de cumplir los quince, esperando a que llegue la madrina para probarte el vestido.
A mi tío Beto le llevabas ocho años. Te habías ocupado de cambiarle y lavarle los pañales, hacer que se lavara los dientes y las manos, atarle los cordones de los zapatos y llevarlo a la escuela. También de contarle cuentos antes de meterlo a la cama. Como a una segunda mamá, él te adoraba. Cuando lo fuiste a recoger de la escuela, aquella tarde, la maestra te dijo: "Ha estado con calentura toda la mañana. Que lo acuesten y llamen al doctor, debe ser una infección..."
Tu madre había tenido que viajar a la capital para hacerse operar de una hernia y tal vez, en secreto, hacerse ligar, después de los cinco hijos y quién sabe cuántos embarazos. Una hermana del abuelo llegó a hacerse cargo de ustedes. Era una campesina tosca y malhumorada: "¡Qué doctor ni qué ocho cuartos! -fue su respuesta- Es pura sacadera de dinero... Este niño lo que necesita es una buena dosis de té de boldo; tiene indigestión."
Mi tío Beto -nos contaste- tuvo diarrea y vomitó toda la noche. Sólo cuando tu padre lo vio demacrado y sin sentido, se asustó y llamó al médico. Pero ya era tarde. La deshidratación causada por la disentería se había llevado al pequeño. Mi abuela volvió de México poco después del entierro.
-Por eso no tuve fiesta de cumpleaños -murmuras, creo que aún dentro del sueño-. Por el luto. Cuando mi madrina vino a dar el pésame, traía mi vestido terminado. Mi mamá le dijo que ya sería el año siguiente... Así que me quedé como las novias de rancho, ¡vestida y alborotada!
Y ríes, para no dar tiempo a que nadie te compadezca.
Ese había sido, pues el significado: "Ve a dar gracias a Dios de que no tenemos que guardar ningún luto que nos impida festejar tus quince..."

Yo no podía dejar de escoger la fiestecita y el viaje, porque hacerlo me habría parecido traicionar a mi padre, derrumbar de golpe su filosofía, sus enseñanzas.
Cuando le llegó el turno a mi hermana menor, ella no vaciló: "¡Baile en salón, con orquesta y vestido largo!" Mi padre accedió a su pedido, contento de poder complacer una vez más a sus hijas. Y tú le hiciste el vestido de tafeta blanca y tul bordado de lentejuelas, tal vez secretamente feliz de vivir en su fiesta de quince años la que no tuviste.
...





LA DESPEDIDA

ESOS últimos meses en México son agitados, nerviosos. Voy y vengo, salgo y entro en la sombra de las calles, sin enterarme de que los pasos que resuenan son los míos. Corro, llego sin aliento, con la boca seca, a dar clases, a tomar clases. Me encuentro con amigos para tomar el café, a comentar los libros leídos; me encuentro con mi amiga para estudiar, para intercambiar confidencias, para hacer gradual, lenta, lo menos dolorosa posible la despedida. Me encuentro con Luis en el departamento de Mara, y me entrego al banquete del amor, pero con el miedo de quien no sabe si va a tener suficiente para pagar la cuenta... Mi cuerpo floreciente tiembla bajo la influencia de mi cerebro afiebrado: me veo en el espejo y no me encuentro bella. Pasarán muchos años antes de que se produzca el milagro: el concierto feliz entre el uno y el otro, el himno a la alegría...
Parece que he decidido hacer todo de una vez, ansiosamente, para acabar con la espera, con la tensión, para quemar etapas. Quién sabe si más adelante me atreva también, con la misma voracidad ciega, a quemar las naves.
En vísperas de mi cumpleaños, Mara propone que vayamos a tomar una copa al Chipp's. Y esa noche entramos ella y yo en la luz violeta del bar, en la melodía pegajosa de "Strangers in the night", en el vago perfume a agua de rosas... Nuestros 21, 22 años son evidentes en los trajes que nos hemos puesto para parecer mayores: saco sobre blusa de seda, falda recta y zapatos de tacón alto. No sin cierta dificultad tomamos asiento en los taburetes frente al mostrador, de cara a las botellas de colores, las copas colocadas bocabajo, los espejos que duplican, por encima del humo, nuestra mirada sonriente, entre tímida y seductora.
El camarero se acerca con vaso y servilleta, la mirada experta, la pregunta a flor de labios.
-Tom Collins y vodka tonic- repite, y da la media vuelta.
Mara me dice algo al oído, volvemos a vernos en el espejo y reímos. Cruzamos y descruzamos la pierna, haciendo crujir el nailon de las medias. Me mojo los labios en el líquido fresco, ella saca los cigarros. No parece importarnos mucho lo que ocurre a nuestro derredor: el murmullo que llena discretamente el salón, las entradas y salidas de parejas de diversas edades, la silueta de hombres solos acodados en la barra. Nos sentimos fascinadas con nosotras mismas, con nuestra presencia en ese lugar, estrenando nuestra juventud, libres porque capaces de pagar nuestro propio trago...
-Por la pérdida de la virginidad, pequeña- Mara alza su vaso.
-Y porque fue, prácticamente, indolora- hago chocar el mío contra el suyo.
-...con hombres que nos tuvieron paciencia y consideración, y de los que estamos enamoradas- Mara toma su trago y yo siento calor en las mejillas.
La verdad era que yo no me sentía enamorada de Luis, aunque probablemente en un principio ansiaba que me salvara de mis pesadillas, que me liberara de los lazos emocionales que me ataban a otros seres y que yo quería romper antes de pensar en emprender el viaje físico a otro lugar del mundo. En cierto modo, una relación sensual y cálida, pero sin pasión, era lo que más me convenía en vísperas de un cambio que sin duda sería decisivo en mi vida. Si lo hubiera amado con toda el alma como a Mario, años atrás, no habría podido pensar en otra cosa.
Por otra parte, en esos momentos apenas me intrigaban las preguntas ordinarias respecto de ese viaje tan deseado: ¿cómo sería volar? ¿atravesar el mar? ¿encontrarse allá sola, sin familia sin amigos, sin pareja? Pero no me era difícil imaginarme o en un café, en compañía de Frédéric Moreau, o como ahora, en un barecito de luces tenues, escuchando quizá la voz tan querida de Jacques Bréel. Sola no. Me llevaba a cuestas. Yo conmigo. Las preguntas que, menos ordinarias, tal vez tampoco podía formularme claramente en esos días, eran: ¿me permitiría, en otro medio, descubrirme más, comprenderme mejor, sacar a la luz tanto los lastres como los medios de salvarme? ¿O volvería, también allá, una vez pasada la novedad, a ser presa de insomnios, de miedos y angustias, de timideces súbitas, de gestos de aparente valor que tal vez me protegerían pero que, sin duda también me serían un obstáculo para la exploración de todas mis posibilidades?
-¿Le sirvo otro?- la voz acariciante del cantinero me sobresalta. Lo miro y me ruborizo. Mara ríe en voz baja. Unos instantes después en el espejo me encuentro con un rostro que está ya al otro lado del mar...

Parentesis:

“I never want to say that I am a writer”, se había oído decir en sueños. O, ¿había sido en la duermevela de la madrugada? Así, en inglés, y con ese ambiguo significado: “I never want to”, podía significar “Nunca quiero que”, o “Nunca puedo...”. “Nunca puedo decir que soy escritora.

Escritora de cajón lo había sido durante mucho tiempo, hasta que vino el empujón, cariñoso, de su amigo G, para que sacara del escritorio los poemas, los cuentos, los manuscritos; para que hablara de ellos y los mostrara. “Show and tell”.

Invisible. Al examinar con ojo crítico y amante el pequeño cuarto de la Ave. du Saxe, MB había dicho: “Parece un cuarto de muchacho. No se te ve.”
Esa relativa invisibilidad, creía, era lo que le había facilitado poner distancia entre sí y su pasado, física y temporalmente. La perfecta viajera, la perfecta extranjera. De tan adaptable, tan mimética, invisible.
...

PARIS

NO querían dejarme ir, Gonzalo y Zanabria; querían que me quedara, abrigada en el sarape de Aguascalientes, en el rico tequila que calienta el alma, en el aay del México lindo, dentro de su departamento de la rue St. Martin, atestado de muebles antiguos, de alfombras persas empolvadas, de los ruidos apagados de la calle: sirenas de patrullas y voces... Con sus pinceles y sus colores, con sus sonrisas de dientes blanquísimos y su acento lleno de afecto, con sus negras cejas y su piel color cobre de Santa Clara, me decían "no te vayas manita, qué vas a hacer en esta fría ciudad del carajo, sin color y sin calor, donde el metro huele a diablos y la gente no te da los buenos días ni que la mates; vente a comer con nosotros el sábado."
Los dos también eran becarios, y nos habíamos conocido en el avión de Air France que nos había traído a París. Juntos desembarcamos y nos dirigimos a la Casa de México, en la Ciudad Universitaria. Ahí, el director me informó que yo no había sido aceptada en la residencia. "Sus papeles llegaron tarde, y esto no es un hotel" dijo de mal modo, mirándome por detrás de los anteojos de vidrios gruesos, como si fuera el gerente de uno. Gonzalo y Zanabria ofrecieron a guardarme la maleta en su cuarto, en lo que volvíamos a París, para registrarnos y comer. "Cuando sepas a donde vas a quedarte, te ayudamos a llevarla". Terminé encontrando cuarto o en la Concorde, maison de jeunes filles, en lo alto de la rue Mouffetard. Antes, paseamos por el Boul Mich, comimos un croque monsieur con una cerveza, y nos deleitamos con el movimiento y color de la ciudad tan anhelada. Después, para mi propia sorpresa, dormí profundamente esa mi primera noche fuera de la recámara que hasta entonces había compartido con mis hermanas, fuera de mi casa, de mi ciudad y de mi país.
Sin mirar a mis nuevos amigos, sonreía, agradecía, tartamudeaba y me iba, hecha un nudo en mi tristeza, disfrazando mi miedo de valor, si vine a París es para vivir como los franceses, para hablar en francés, para comer comida francesa, para sentir en francés, aunque sea en frío y en solitario, en gris y en lluvioso. Pero ¿con quién iba a hablar? Con las paredes del cuarto o con los barandales del puente de las artes... Y, ¿de qué comida francesa estás hablando, manita? ¿Del asado de caballo y el puré de verduras del día anterior? Me consolaba, en medio de la multitud ruidosa e indiferente, con el vaso y medio de tinto que me mareaba sabrosamente y me disipaba por unos instantes las penas, que no tenían nada de francés, la angustia, que me atacaba en español.
Meses después, por intermedio de una compañera de mi amiga Mara, que se encontraba en Grenoble y me anunciaba su venida, conocí a Daniel, otro pintor, originario de Marsella. Alto, de cabello delgado y negro, ojos intensamente azules y sonrisa de dientes grandes, ligeramente cínica. En las notitas que me enviaba para que nos encontráramos a comer o tomar el café, me llamaba "mon ange"..., hablaba de la revista Tel Quel, del poeta Francis Ponge, y me invitó al cine a ver una de Buster Keaton.
Naturalmente, me enamoré. Borracha, una noche de mayo, porque era ya plena primavera, el cielo estaba claro y el aire olía a flor de castaño y a mimosa, lo fui a buscar a la residencia del Bullier. ¿Le arañé la puerta del cuarto, como gato? Le dejé un poemita, ése sí en francés, aunque el tipo tenía un doctorado en letras hispanoamericanas y, si mal no recuerdo, su tesis había versado sobre Huidobro. A Daniel le habría querido pedir que me pintara, o de perdida, que desnuda me cubriera de plástico transparente y me enmarcara, para aumentar su colección de cuadros raros, dejándome en la pared de su estudio. Pero él prefirió hacer el amor con Mara, mientras yo, en la Place de la Mutualité, escuchaba a Sartre y a Cortázar, comía 'frites' y me embriagaba con un 'pinard' sin marca que manchaba los dientes, y quién sabe cómo dejaba el alma.
¡Qué tiempos aquéllos! ¿Eso es la juventud? Esa época de arriesgarlo todo y de perder el tiempo, de angustiarse hasta el insomnio y la parálisis, de gastar energía en aventuras inútiles e inverosímiles?
Anne y yo reíamos como locas. ¡Nos queríamos tanto! Ella era mis tres hermanas menores combinadas en una; y yo, en versión risueña y con acento marsellés, era su hermana mayor. París era nuestro trait d'union. Las dos éramos ahí extranjeras, meridionales; yo de México, ella de Aix-en-Provence. Nos conocimos al final de la comida en el Bullier, y nos desencontramos años después, en el colmo de la paradoja, cuando ella realizó su sueño de irse a vivir a México, en el momento en que yo decidía que mi país era una espina en el costado, una fruta dulceamarga, demasiado exótica para quien aprendió a olvidar los sabores de la infancia y la primera juventud.
Al cabo de un tiempo, decidí visitar de nuevo a Gonzalo y a Zana. "Píntenme", les pedí (era una obsesión mía, como si estuviera esperando que mi retrato fuera a revelar la clave de todas mis dudas y contradicciones), "con los ojos brillantes y en el momento de llevarme la copa de Beaujoulais a la boca".
-¿Te pintamos?- preguntó Gonzalo, dudoso y grave, lanzándome una mirada rápida. Pero sin esperar mi confirmación, se puso a limpiar los pinceles.
-¿De qué color?- preguntó Zana, él sí con la risa al borde de los labios, mientras preparaba la paleta.
-En tonos de verde- les pedí, como las hojas de plátanos y castaños, antes de que llegue el otoño y las queme; como las bancas del Blvd Saint Germain; como los postigos de las ventanas del cuarto de Anne, por donde tengo que colarme de noche, cual ladrón, para que la viejita dueña de la pensión no me vea; verde como el ajenjo... Verde como los árboles de la Alameda, del bosque de Chapultepec de mi infancia; como las palmeras de Acapulco, los plátanos de Cuautla, los aguacates que comíamos con arroz, mis hermanas y yo, en el comedor familiar, hace tantos años...
Como la esperanza de volver a vivir esa época, tal cual: con su lluvia y sus techos grises, con sus niños y nanas en el Jardín de Luxemburgo, con sus librerías de viejo, con sus campanitas en la puerta de los negocios, y su "bonjour messiédammes" detrás del mostrador; con los olores a castaña tostada y a crepa caliente con mantequilla, a metro, a tabaco negro, a lana impregnada de sudor en los cines del Barrio latino, a perfume francés... Volver a colocarme en la cuerda floja de la duda: ¿a dónde ir? ¿cómo seguir viviendo? ¿ser mexicana o extranjera de por vida? Volver a sentir ese vacío y esa plenitud al mismo tiempo; esa apatía y esa energía sin fin, ese miedo cerval y ese espíritu casi temerario, esa sensación de estar metida en una maravillosa novela decimonónica de cuatrocientas páginas y no querer salir nunca de ella...

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