Saturday, February 17, 2007

Panama y Costa Rica- Ecuador

PANAMA Y COSTA RICA.............. (agosto de 2004)

SI no hubiera sido porque Madeleine, nuestra agente, sugirió que voláramos a Panamá en vista de que las tarifas eran más económicas que para Costa Rica, y que de ahí, con el coche alquilado, cruzáramos la frontera para visitar los famosos parques de esta última, nunca se nos habría ocurrido visitar el país del Canal, del que no sabíamos nada más, principalmente por un prejuicio –tal vez mayor entre los latinoamericanos-, contra un país que “se había sometido” a la voluntad de los EU, precisamente en lo tocante a ese Canal, como si fuera el único país del continente en el que fuera flagrante la presencia del “Coloso del Norte”…; como si la base de Guantánamo no existiera, o no se supiera de los espías de la CIA en las distintas universidades latinoamericanas... Pero el prejuicio estaba ahí. Yo sólo había conocido a dos panameños en mi vida, los dos mulatos, los dos muy agradables personas: una en Burdeos, otro, traductor, en las Naciones Unidas. Pensábamos que era un país sin atractivos, porque nunca habíamos leído guías turísticas, o hablado con alguien que hubiera estado allá (“el que no sabe –es decir el que no lee- es como el que no ve”). De hecho, cuando mi hermana regresó de una visita a la ciudad de Panamá, donde vivía su hija, escuché sus comentarios elogiosos sin mucho interés.
Ya en la ciudad, con guía en mano y una idea general de lo que merecía verse, nos dedicamos a recorrer los puntos de interés los dos primeros días. No nos decepcionó en absoluto, al contrario, la encontramos agradable, ordenada y limpia –el agua es potable, salvo en la costa del Caribe-Atlántico.
Yolanda, la recepcionista del Hotel Marparaíso (dos estrellas), no lejos del Malecón, pese a su cabello rizado artificialmente y a las sombras color turquesa que teñían, también artificialmente, sus párpados, resultó inusitadamente atenta, eficiente y amable, dispuesta a resolvernos la menor duda o problema, y así nos ofreció, para que nos llevara a recorrer parte del Canal, los servicios del chofer del hotel que nos había recogido la noche anterior en el aeropuerto, sanos y salvos. Sólo que sin equipaje ya que, por los efectos del huracán ... en Miami, nuestro vuelo llegó con retraso y perdimos la conexión. Brian armó un discreto alboroto y logró que nos pusieran en un vuelo de Iberia. Lo que tuvimos que hacer al día siguiente, fue ir a las oficinas de American Airlines en la ciudad, y por último, ya que ninguna de las dos líneas nos daba una respuesta satisfactoria, al aeropuerto al caer la tarde, con el mismo chofer del hotel.
Allá vimos las esclusas de Miraflores a la hora en que se abrían para dar paso a los buques, escuchando las esplicaciones de un guía. Impresionan las dimensiones de la estructura, de los buques mismos; la tecnología que permite el subibaja del nivel del agua.
Otro día recorrimos el Casco Viejo de la ciudad, vigilado por patrullas en bicicleta. Y, pasando por el Barrio Chino, comimos en el Mercado de Mariscos, en una zona que nos advirtieron podía ser peligrosa. Otra tarde, en taxi, a las ruinas de la ciudad antigua, antes de terminar en una de las pocas librerías de la ciudad: bien provista, de libros en inglés y en español, pero en general caros. Por la noche, a falta de algo mejor, acudimos a uno de los Cineplex, o Cinemark, a ver una de Hollywood.

Todo es muy barato, la gente es muy amable, honrada. Muchos hablan bien en español, y algunos cuantos hablan inglés. Asimismo, muchos quisieran tener aun ahi a los norteamericanos de la Zona del Canal, que les daban oportunidades de empleo; pero muchos también sospechan que siguen ahí, clandestinamente, para vigilar que nada amenace sus intereses.
Por lo demás, tanto en la ciudad como en carretera manejan con cuidado, respetando las señales, y según nos vamos enterando, al igual que Costa Rica, el nivel de los servicios de educación y de salud es más elevado que en el resto de América Latina.
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El jueves 6 salimos de ‘Panama City’ en el Nissan 4X4 alquilado, con rumbo a la frontera con Costa Rica, por la Panamericana. Primero llegamos a Santiago, donde pasamos una noche, y luego, monte arriba, a Santa Fe, donde según la Lonely Planet había que visitar la colección de orquídeas de la señora Bertha (futura alcaldesa del lugar), quien nos recibió muy amablemente en su hermoso jardín, donde pintaba pájaros en madera . Hizo que nos trajeran un sabroso café caliente, y después de charlar un rato nos llevó a mostar las orquídeas miniatura y, aunque acababa de pasar la temporada, muchas otras, que ha recogido del monte. Ha fundado una asociación, y el próximo fin de semana tendrá lugar en Santa Fe la VIII feria de las orquídeas y las aves de Panamá. Es un alivio el aire del monte, templado, despues de los dias en la costa, con un calor humedo exagerado.

Comemos en el restaurante de la Cooperativa (arroz con pollo, frijoles y ensalada, con agua de fruta, por dos dólares!). En el mercado de artesanías compro un sombrero de paja, no finísimo, pero bastante bueno y muy barato. Antes de ir a dormir, en el Hotel Santa Fe, disfrutamos contemplando un cielo sin nubes y cuajado de estrellas.
Quedamos con la señora Bertha en que nos mandaría a la mañana siguiente a un guía para subir a Alto de Piedra, un cerro en donde se pueden ver pájaros. Así pues, poco antes de las seis estábamos recogiendo en el coche a Manuel, quien esperaba en la plaza. Un ascenso de casi media hora por terreno escabroso y luego una caminata de otra media por terreno pedregoso y mojado, en busca de los pájaros perdidos... Todos se escapaban –según el guía. Entramos en la selva misma: intrincada red de troncos y lianas, sobre terreno húmedo y desigual. Por fin, habiendo perdido ya toda esperanza y muy cansados (al menos yo), pudimos divisar, gracias al ojo avizor de Manuel, en un claro, allá a lo lejos y en lo alto, posado en una rama, un tucán (con binoculares vimos su perfil característico, que movía de un lado a otro, como para lucirse más): el llamativo contraste entre el picote amarillo y el plumaje negro. Encantados con al menos ese hallazgo, emprendimos el regreso.
Desayunamos en el hotel. Le dicen “hojaldre” a un tipo de buñuelo sin miel, y tortilla de maíz a una tortita hecha, no con masa de maíz cachuazintle cocido en cal (como la mexicana), sino con harina de maíz. Huevos revueltos con frijoles, café con leche muy rico.
En Santa Fe se vende café del Cerro Tute, y bordados, o más bien, los diseños de colores brillantes aplicados de los indios Cuna.

De regreso, nos detenemos en San Francisco para ver la –según el libro- bella iglesia estilo barroco. Pero, oh decepción, lleva un año cerrada por obras de restauración. Huelga decir que, en este país ítsmico, las distancias en todas direcciones son cortas. De modo que subimos de la costa a mil metros sobre el nivel del mar en un santiamén.
Desde Santiago seguimos en dirección poniente, rumbo a David, segunda ciudad en importancia comercial, muy poco atractiva. Tiene su gran centro comercial: "Mall Chiriquí" –nombre de la provincia-, típico hoy en día en toda América Latina: concentración comercial fuera del centro urbano, sin conexiones de transporte público y por lo tanto, destinado a una minoría de clase media que llega en coche propio y, una vez en el “mol”, puede pagar los juegos para niños y adolescentes, los productos de marcas norteamericanas fabricados en Taiwan, Hong Kong, México... La otra minoría, aun más reducida y exquisita, no tiene por qué venir al mol Chiriquí, puesto que puede permitirse el de New Jersey.

Ya venimos enterados de que no podremos cruzar la frontera con coche alquilado, y hemos preguntado previamente en el Hotel Castilla de David, donde pasaremos una noche, si podemos dejar el coche en el estacionamiento, y nuestras dos maletas, en lo que pasamos a Costa Rica.
Llevaremos sólo mochilas grandes a la espalda, con lo necesario para cuatro días de intenso calor húmedo, además de las botas que consideramos necesarias para internarnos en la selva.
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A Costa Rica

El lunes 9 vamos a la terminal de autobuses de David a tomar el de las 6.30am para Paso Canoas, en la frontera con Costa Rica. Dos horas más tarde, pasamos migración, y abordamos otro que nos lleva a Golfito, ya en Costa Rica, donde pasamos la aduana. En ambos casos, a juzgar por las colas, el trámite de salida es mucho más rápido que el de entrada. En Golfito cambiamos los dólares de EU que pueden usarse en Panamá (aunque los precios se dan en balboas) por colones (440 por 1 dl.), y desayunamos, antes de ir al muelle a esperar el transbordador, que debe llegar a las 11. Son las 9.30, de modo que cuando un capitán de panga o taxi colectivo nos ofrece llevarnos de inmediato, con otros siete pasajeros, por 5 dls cada uno, aceptamos. En una hora estamos en Puerto Jiménez.
Caminamos unas nueve cuadras hasta la oficina de turismo, para confirmar nuestro alojamiento en el campamento “La Leona”, pero nos encontramos con la mala noticia de que NO hay lugar para nosotros...¡pese a que habíamos reservado desde Nueva York, tres semanas atrás! El agente pretende que pasemos la noche en Puerto Jiménez y comencemos nuestra excursión selvática apenas al día siguiente. Brian se muestra ferozmente inflexible, defensor de nuestros derechos. Exige hablar con el administrador, y para darse tiempo de arreglar el lío, el agente nos pide que esperemos en el café de al lado, donde, en efecto, comemos un sanduich con un jugo de fruta en lo que llega la camioneta que ha de trasladarnos a Carate después de que el muchacho pasa a avisarnos que se respetará nuestra reservación.

Dos horas después, estamos en la playa, a casi tres kilómetros, que hemos de recorrer a pie para llegar al campamento, en el Parque Nacional Corcovado (Península de Osa), entre el oceáno y la selva.

Desde el momento en que, en Nueva York, Brian me da a leer las instrucciones sobre cómo llegar al famoso campamento, muero de pensar en esa caminata sobre la playa, con mochila pesada a la espalda. Pero, me “condiciono”: respiro profundamente y no pienso en tres kilómetros, sino en distancias mucho más cortas, hasta llegar a la que separa un paso, con rodillas flexionadas, del siguiente (pensamiento budista). Además, me ayudo imaginando que soy una china vieja y menudita, de esas que recorren enormes distancias en el monte, caminando como yo, a saltitos...
Le pido a Brian que cargue mis botas; pues tenemos que cruzar una o dos veces vados . Para nuestra gran sorpresa, llegamos, yo sin quejarme una sola vez, y en los cuarenta minutos previstos!
Al llegar, a eso de las 16hrs, nos recibió muy atentamente el dueño, un costarricense que, segun nos cuenta, al terminar la preparatoria se puso a trabajar y se relacionó con gente de hotelería. Entonces, en lugar de entrar a la universidad, decidió proponerle a sus padres, propietarios del terreno, la idea de un albergue ecoturístico. De eso hará tres años. Enterado de que somos los que tuvimos que pelear en Puerto Jiménez, nos anuncia que tenemos, no sólo tienda, sino la mejor del conjunto: en un promontorio desde el cual se tiene una vista privilegiada del mar, con la selva detrás.
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Después del desayuno a eso de las siete, preparamos la mochila (agua, kleenex, binoculares, protector solar, impermeable y sandalias de hule), y nuestra vestimenta: pantalones, playera, zapatos tenis, para iniciar a las 7.30 la caminata desde la entrada al parque.
Con autorización del guía, que no aceptó nuestra oferta de pago, nos sumamos al grupo que se dirige a “La Sirena”, otro campamento. Se trata de los holandeses que llegaron ayer, poco después que nosotros, y por quienes estuvimos a punto de perder nuestro alojamiento aquí la primera noche.
Empezamos, pues, la caminata por el sendero selvático, teniendo al poniente, abajo, el mar bravío. Nos topamos con una familia de pisotes (coatí o mapache de nariz blanca), monos araña, papagayos bandera (vuelan siempre en pareja); un trogón, bellísimo pájaro pariente del quetzal: de cabeza verde tornasolado. Varios anolis rayados, muchos cangrejos ermitaños, alguna que otra mariposa enorme (la Morpho).
Cruzamos el vado del río Madrigal. Emprendemos el regreso por la playa, y cuando empieza a golpear el sol del mediodía, de nuevo por el sendero.
Volvemos al albergue sudados y sedientos, tras cuatro horas de caminata. Tomamos un jugo, descansamos en las hamacas. Decidí meterme un rato en el refrescante chapoteadero, y luego seguir leyendo Cena con amigos de Donald Margulies, habiendo visto hace poco en Nueva York otra obra suya, muy buena: “Sight unseen”.
Comimos pollo con cilantro y apio, arroz blanco, fijoles, ensalada. Jugo de sandía. Todo fresco y sabroso. Una infusión, y luego siesta de una hora.

Madrugada tormentosa; ya desde el crepúsculo nos tocó ver uno o dos relámpagos, detrás de las nubes. En la mañana seguía lloviendo. Desayunamos y nos entretuvimos platicando con un maestro belga y un estudiante inglés (curioso, muy simpático), de ciudades, cultura, educación. Brian, el inglés y yo comentamos que tuvimos sueños muy intensos, vívidos, ¿debido a la tormenta? Los míos, uno tras otro, se desarrollaban interesantes y placenteros. Al día siguiente no los recuerdo, sólo la sensación.
Más tarde recuerdo uno: Alguien decidía dejar sus excrementos en la playa. Y enseguida, otra persona hacía toda una disquisición acerca del simbolismo de tal gesto: ¿dejar huella? En la vigilia, analizo: ¿es eso lo que pienso de mis escritos (mi forma de dejar huella): que son mierda? -¿a qué se debió la sensación de placer? ¿a que no parecía haber conflicto?).

A la hora de la cena, conversamos con varios de los compañeros de aventuras. Una familia de la India nos convence de ir a Bocas del Toro, en el Golfo: atractivo, dicen, y no peligroso, como creíamos –o como creía Brian, tal vez pensando más bien en San Blas, también en la costa del Atlantico, pero más del lado del Darién, ése sí peligrosísimo.
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A poco de internarse en la selva, a una española (“vasca!”, me corrige, como si en su pasaporte no dijera “España”!), ¡la picó un alacrán azul! Fuera de la hinchazón de la mano, sólo sufrió el susto. Corrió a buscar a uno de los encargados del hotel: “Está todavía viva... Dése de santos... malo que hubiera sido uno negro...”

En la selva, la vida es intensa, promiscua, a diferencia de lo que ocurre en la sabana, de enormes espacios llanos, claros, con uno que otro matorral, acacias espinosas, y donde las manadas de gacelas, cebras, forman apenas manchas oscuras en la inmensidad dorada, o a orillas de un raro ojo de agua. En el bosque tropical, en cambio, no hay espacio sin vida, no un milímetro cuadrado sin una agitación vital, aunque no sea visible. También, a diferencia de los tonos apagados, del verde claro al amarillo claro de la sabana, la naturaleza aquí es multicolor, abigarrada: colores que van del café oscuro de un tronco u hoja mojada, al naranja y amarillo de la hoja seca, el verde intenso de muchas plantas, el verde claro de los helechos, el escarlata o azul de algunas florecillas, y el dorado de unos frutos. Plantas, lianas, enredaderas abrazadas a los troncos gigantescos, raíces que forman escaleras, muros. Cangrejos rojos, mariposas azules y amarillas, saltamontes, hormigas arrieras, infatigables, escorpiones, gusanos, culebras, y arriba, entre el follaje, sobre las ramas, monos y guacamayas. La fragancia de la selva: de frutos caídos y semicomidos, de flores, hojas, hongos. Almendros de la India, teca, cocoteros, plátanos, aguacate.
Al anochecer, nos rodean los aullidos de los monos, el vuelo circular y rápido de los murciélagos, y el permanente rumor del mar.—Flores vistas durante este viaje: orquídeas, flor de nochebuena, buganvilia por todas partes, floripondios blancos y rosados, llamarada (flamboyán), novio. Arboles: higuerón (ceiba), eucaliptos, pinos, cedros, teca (hoja grande, floración blanca), y miles de plantas más, de monte y de selva.

Brian tuvo la buena idea de traer casi diez bolsitas de plástico, con cierre hermético, para proteger de la arena, del agua, etc., la cámara, los binoculares, su GPS manual.
Por la mañana hacemos una caminata de dos horas; y después de la comida y el descanso, una más larga, de cuatro, por el sendero que sube detrás del campamento. En el monte, un rugido como de motor de avión, o aullidos de perro en celo, nos hiela la sangre; intermitente, cada cuatro o seis segundos. Llegamos a la conclusión de que se trata del oleaje, del viento y el mar. Pero más tarde nos enteraremos de que eran los monos aulladores. Allá arriba vemos a un mono araña: desde el otro lado, colgado de la cola, se acomoda en una rama, y parece que, con su cara que parece que lleva anteojeras blancas, nos hace carantoñas.

Volvemos casi sin aliento. Nos cambiamos y decidimos probar el mar: hasta media pierna solamente, pues aunque es deliciosa la temperatura, hermoso el color, intenso el aroma, la corriente de fondo es tremendamente fuerte, y nos da miedo. Las brillantes guacamayas, en pareja, cruzan rozando el mar. Refrescados, felices, nos secamos con el sol de la tarde.

Creo que para el último día sólo nos queda una muda de ropa seca: el resto nunca se ha secado, entre el sudor, la humedad ambiente y el agua de ríos, mar y lluvia... Eso sí, diario nos hemos podido bañar: hay cuatro excusados y regaderas para las doce tiendas del campamento: todo muy limpio.
Al cabo de tres días, salimos del campamento, de la misma manera en que llegamos, pero con mejor conocimiento de causa. Cuando estamos esperando en Carate con otros turistas la camioneta que llegue a recogernos, Brian me señala en silencio algo sobre su cabeza, en una de las ramas fuertes de un árbol no muy alto, de follaje escaso: enrollada, duerme pacíficamente, indiferente a nuestra presencia, una boa constrictor verde claro...

Al llegar a Puerto Jiménez decidimos pernoctar ahí. Antes, pasamos a la agencia de turismo a ver qué pueden ofrecernos para esa tarde –ya no es hora de ver
pájaros . Paseo por los manglares, en canoa . El taxi nos lleva al negocio de Alberto, quien fabrica sus propios kayaks, muy ligeros y boyantes. Le decimos que somos inexpertos. –No se preocupen, dice. Y nos enseña, de pie en el patio de su casa, a sostener y mover los remos. Es todo. Nos coloca en una canoa a Brian y a mí –yo adelante, llevando el ritmo del remo. El, en la suya. No nos parece muy difícil, pero sin duda exige concentración y buen ritmo; de todos modos, por inexpertos, levantamos demasiado el extremo y nos empapamos cada vez que lo sacamos del agua.
Recorrer así los manglares, prácticamente en silencio –sin motor- es una delicia. Vemos los mangles negro, rojo y blanco, y los cangrejitos rojos que viven en ellos; escuchamos, junto al chapoteo de los remos en el agua, el castañetear de las almejas que, nos dice Alberto, escupen con ese ruido lo que no necesitan para alimentarse. Aparecen uno o dos hermosos martines pescadores. Llegamos a una playa; los hombres sacan las canoas y las arrastran un trecho al otro lado: el mar. El guía corta con su machete el coco y la piña que cargó consigo, para que nos refresquemos. Y ahora, ¡al mar con las canoas! Cerca de la orilla, pero igual, hay que cabalgar las olas. Yo voy con mucho miedo, y al mismo tiempo, disfrutando la experiencia.
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De vuelta en Panamá

El cruce en Frontera (Costa Rica) a Puerto Canoas (Panamá) es agitado. El autobús llega a Panamá, y a continuación hay que caminar unos cien metros de vuelta para pasar migración en Costa Rica. De vuelta a Paso Canoas, acudir a una oficina del otro lado de de la carretera para mostrar el pasaporte, pasaje de avión y tarjeta de crédito, y obtener, mediando el pago de cinco dólares, una tarjeta de turista.

El sábado 14 nos preparamos para salir de David rumbo a Boquete(paso entre cordilleras). Este poblado encantador se encuentra a unos mil metros sobre el nivel del mar, en la provincia de Chiriquí, cerca del volcán Barú y el Parque Nacional de la Amistad, que comparten Panamá y Costa Rica. La temperatura es agradable, la vegetación variada: flores de ornato, cafetales, bosques.
Tenemos reservaciones en el Hostal Boquete, a orillas del rumoroso río Caldera. De inmediato contratamos al guía Feliciano, un hombre de unos cincuenta, enjuto, de piernas musculosas, cabello medio cano, mirada aguda y hasta algo sardónica: habrá visto mucho, en sus años. Nos lleva, en su auto, a las aguas termales del volcán, a 40oC, donde nos remojamos un rato, y luego, para refrescarnos, en las del río.
Al día siguiente, exploramos en coche parte del monte, y comemos en el rico restaurante El Explorador, con extensos jardines que vale la pena recorrer. Una trucha deliciosa, del lugar. El turismo de Boquete es de panameños con dinero (reloj caro y camioneta de lujo, güeritas con celular...) que tienen aquí su casa de verano. Muchos extranjeros residentes, dueños de hoteles y restaurancitos: “Pizzeria la Volcánica”, “Bistrot Boquete”. Hay jardines hermosos, y cafetales extensos, los de la Cafetera Sitton (de judíos llegados en 1921, de Europa o de Palestina), hoy de fama mundial.
Otro día comemos igualmente bien en la terracita del “Mozart”, de una peruano-alemana: ají de gallina, jugo de moras, “duro” (helado) de lo mismo, frescas del monte. La florecita llamada “novio” (impatience, en inglés) de todos colores, cubre el monte.
Desde el comienzo de este viaje –cosa rara en mí- me han devorado los insectos, y tengo enronchados ambos tobillos y parte de las piernas. Pero, para Brian y yo, ni un solo malestar digestivo, ni mareo ni dolor de cabeza.
Caminatas diarias de cuatro o cinco horas, la segunda al parque nacional Volcán Barú, donde el único pájaro que vemos es el grajo...

El martes temprano salimos rumbo a Almirante (aquí todos los nombres se refieren a Colón), en la Bahía de Bocas, a un lado del Golfo de los Mosquitos. Feo, sucio, caótico, es el único lugar en el que nos sentimos incómodos, por la presencia hostigante de jóvenes en bicicleta que insisten en “guiarnos a la terminal”. Subimos al transbordador que ha de cruzar la Laguna de Chiriquí para llevarnos a Bocas del Toro. La misma paz y belleza que en la Laguna de Catemaco de México, o en el Lago Baringo, de Kenya.
Esa tarde, tomamos una lancha-taxi para ir a cenar en “El Pargo Rojo”, en la islita de Carenero, donde el chef –¿y dueño?- es un iraní sesentón, atractivo, pretencioso como su comida: pescados aderezados con salsas demasiado pesada, que matan el sabor del pescado. El regreso, bajo el cielo estrellado, fue agradable.
A la mañana siguiente, después del desayuno (no recuerdo el nombre de la casa de huéspedes a la que llegamos, una entre muchas en esa calle mal pavimentada, donde nos dieron un cuerto cómodo en la planta alta, con balcón y hamaca), hicimos averiguaciones sobre la excursión para ver a los voluntarios trabajar con las tortugas en la playa, y quedamos de encontrarnos con ellos y seguirlos en su caminata, de las 20 a las 24hrs. Pero esa noche nadie se presentó y, decepcionados, regresamos al hotel cerca de las 21.

El miércoles tomamos una linda excursión en lancha a Cray Island para ver delfines, nadar entre peces, comer ahí, y pasar a la tarde al parque marino de la Isla Bastimentos, cercana a los manglares, para ver la rana roja. Que encontramos, camino a la playa, más pequeñita aún que una arborícola, de un rojo brillante; y de regreso, una color naranja, como pintada a mano, esmaltada. El guía nos indicó que se podían tocar con la mano, siempre y cuando no se tuviera ninguna lesión en la piel, en cuyo caso podía entrar por ahí el veneno de la ranita. Semanas atrás, en el Museo de Historia Natural de Nueva York, habíamos visitado la exhibición de ranas, doscientas ellas, en terrarios, desde esta miniaturas, venenosas, hasta las gigantes, como una que vimos de noche en La Leona, del Parque Corcovado (Costa Rica)

Noche tormentosa –no olvidemos que estamos en agosto. Por suerte no nos ha tocado ningún huracán. Insomne, abriendo la puerta metálica y las ventilas de madera, me asomé a la terraza. Caía el agua sobre los techos de palma y de lámina, sobre el follaje tropical, sobre la tierra, sobre los charcos. En la terraza, techada, con piso de madera, hay una mesita, una silla, un sillón y una hamaca, en la que me eché, y en la que me hubiera quedado dormida con el arrullo del agua y el viento, de no haber sido por la luz de un farol que me daba directamente en el ojo. Además, temía los mosquitos. Me han picado bien y bonito bichos de toda laya, y tomo el Malarone, pero nadie ha confirmado la advertencia de la OMS sobre posible paludismo en esta región. Volví a la cama, donde Brian dormía -como suele, a pierna suelta-, pero no sin antes de apagar el incómodo abanico.

En el desayuno nos servimos delicioso mango, mamón (lichi), plátano; medio bollo y
café con leche. Salimos rumbo a Boca del Drago (¿por el pirata Drake? No recuerdo ya), en el otro extremo de la isla Colón. Al llegar, encargamos en el restaurante “Yasminiria” un dorado y un mixto de mariscos, en lo que vamos a dar una vuelta. La muchacha argentina (porteña, para más señas), que vende al aire libre joyas de semilla de tagua , nos da una recomendaci ón excelente: A veinte minutos de aquí, nos dice, por la playa, llegarán a un lugar donde pueden ver estrellas de mar en cantidad... Hacemos el recorrido, por arena y matorral. Cuando, unos veinte minutos después, estamos por dar marcha atrás, descorazonados, vemos a unos metros un pequeño grupo de turistas, que con el agua a la rodilla, en traje de baño y cámara en mano, examinan atentamente el agua. Ahí están, sobre la arena, claramente visibles bajo el agua transparente, magníficas estrellas de mar anaranjadas y rojas, del tamaño de un palmo o más grandes: dos, tres, ¡hasta cinco juntas! Uno de los panameños saca una y me la coloca en la palma –me pica levemente-, para que Brian saque una foto. Encantados, regresamos a comer con mucho apetito.

Con tanta caminata, tanto sol, tanto placer en lo que vemos, hacemos, comemos, me siento joven, llena de energía. Camino, es decir, levanto un pie del suelo, lo pongo delante, a una cierta distancia y en un ángulo determinado respecto del otro: punta, talón, sin prisa; encuentro apoyo, siento el equilibrio antes de levantar el otro, vuelvo a sentir la grata sensación de equilibrio, de manera que puedo sostener esta postura por unos diez o treinta segundos. No dar un paso antes de tener firmemente apoyado el otro; pensar fugazmente en la distancia que hay que recorrer, en el punto final de la caminata, en la distancia que separa un paso del siguiente, en la pierna que sostiene el pie, en el tronco ligeramente inclinado hacia adelante. El terreno puede ser misterioso, indescernible, escabroso. Por ello es necesario avanzar lentamente, buscar con la punta del pie, más que con los ojos, el obstáculo, evitarlo, pasando por encima o a su lado. Todo esto no significa que haya que decir “no” a la aventura, y negarser por principio a tomar el sendero desconocido. Los ojos sirven para ver a la distancia, prever el peligro, o la posibilidad de placer. Sin negarse a esa posibilidad, entonces, hay que mantenerse alerta, capaz de dejar volar la imaginación, sin perder pie; cuidarse a sí mismo, como cuidaría uno de un niño, dándole información, enseñándole a confiar en sus sentidos, a no tomar riesgos innecesarios, ni a cerrarse a la aventura, a mantener viva la curiosidad en el mundo y sus bellezas.
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Tomamos, poco antes de Chiriquí Grande, la carretera que baja a la Finca La Suiza –en la Reserva Forestal La Fortuna- donde pasaremos dos noches. A medio camino, se suelta un aguacero cegador, luego se levanta una neblina que tiene el mismo efecto: el saldo es al menos un coche volcado, varios camiones o “mulas” parados. Tras un ascenso aparatoso en la oscuridad, por terreno escarpadísimo, llegamos a las mismas puertas del comedor de la Finca, a las 8.15pm
El suizo sale a recibirnos con muchos aspavientos, pues sin saber ni querer, impulsados por la fuerza del motor, y las ganas de llegar hasta las luces de la casita, hemos pasado una zanja y aterrizado en su prado... A la mañana siguiente habrá que arreglar el desperfecto, que más bien se produjo cuando Brian –yo ya me había bajado- se vio obligado a retroceder a oscuras, dirigirse de nuevo hacia la zanja, en bajada, despacio, como le indicara el suizo, para quedar ahí atorado el coche. El pobre de Brian pasa parte de la noche insomne (¡!) pensando en como salir de ésta, sin dañar el Nissan alquilado.
Durante la cena, comentamos que nos hemos sentido muy a gusto en Panamá: la gente es amable, cortés, simpática; no encontramos mendigos, ni tenemos malas experiencias con gente deshonesta. Claro que el auge turístico, aunado a la relativa depresión económica, se presta a chicanas. Como sucede en los hotelitos de dos estrellas donde piden pago en efectivo pero no dan recibo, o sea que no declaran ingresos al fisco. De todos modos, dice el suizo, la mayoría de los panameños (y, vale decir, de los latinoamericanos) pobres o ricos, no pagan sus impuestos. Por lo que uno –que viene de los EU donde, al menos en apariencia, sólo los más ricos evaden esa declaración- se pregunta, ¿cómo se sostiene entonces la economía? También aquí hay pobreza, dice el suizo. Pero hemos visto el transporte público en buen estado, los niños uniformados camino a la escuela (salvo, tal vez, los guaraníes); los teléfonos públicos funcionan, las calles están limpias, los panameños no manejan ni en la ciudad ni en la carretera como cafres, y nadie ha tratado de engañarnos con el cambio...
Al día siguiente emprenderemos una excursión por los senderos abiertos en el hermoso bosque de niebla: más mariposas Morpho (de alas azul plateado), trino de aves, todo tipo de vegetación.
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Otro sueño, el viernes 20, en La Finca – madrugada de viento que golpeaba los postigos de las ventanas, el perro bravo que ladraba:
“A decide que ya no va a tomar la levodopa, lo cual causa ansiedad general en la familia. Digo a C que vendré a cuidarla tan seguido como pueda. Con una voz y una expresión que le conozco, me responde: ‘No te molestes. Lo puedo hacer yo sola.’ Me siento mal. D anda por ahí. Sonriente, mi amiga me entrega una nota o telegrama para mi papá, en donde le da la mala noticia sobre A, y firma: ‘sus admiradores de los diarios’. Me siento muy incómoda, pues esa noticia trastornaría a mi papá. Después recapacito, como descubriendo algo, y alegremente exclamo: ‘¡Pero mi papá está muerto!’ O sea, nada puede afectarlo ya...”
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De La Finca, donde se alojaba también otra pareja de jóvenes, Anna y Michael, a quienes damos un aventón hasta la carretera principal, seguimos camino a Aguadulce, porque según la guía hay por ahí cerca unas piscinas a orillas del mar: en efecto, son piscinas de ladrillo que se llenan con el oleaje, y en las que uno se puede remojar. Varias familias pasan ahí el día, y luego comen mariscos en uno de los comederos cercanos.
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Puedo decir que soy buena viajera; adaptable e interesada en descubrir las diferencias, y encontrar las semejanzas de costumbres, de paisajes. Creo que se aprenden nuevas maneras de ver y de entender las palabras; de saborear la comida, y apreciar los colores de las aves, de las telas bordadas. No me importa cambiar de cuarto de hotel, de cama y almohada cada tercer día. Me molesta a veces –igual que en mi casa- que Brian encienda la televisión a todo volumen y controle los cambios de canales, aunque casi nunca hay nada que ver, y el aire condicionado, que me congela. Aparte de eso, lo único que realmente puede llegar a desesperarme en un cuarto de hotel es que, si llego a despertar en la madrugada, no pueda aislarme en otra habitación, encender la luz y ponerme a leer.
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De Aguadulce a Penonomé a El Valle, por segunda vez, en la montaña, para comprar artesanías, especialmente las molas, y animalitos de madera.
De vuelta en el Hotel Marparaíso de Panamá, a la hora del desayuno la mujer de la pareja sentada en la mesa de al lado se nos acerca a platicar. Norteamericanos jubilados, viven en Arizona y viajan mucho. Acaban de estar en San Blas, cerca del Darién. Andan con las mismas guías que nosotros: Lonely Planet, Rough Guide. Quedamos en encontrarnos para salir a cenar esa noche. Encuentro en mi libreta su dirección de correo electrónico, que había olvidado por completo que tenía.
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El penúltimo día Brian y yo vamos al Jardín Botánico, a la entrada del Parque Nacional Soberanía (reserva que se extiende a lo ancho del Istmo).
Hemos visto un cementerio con el nombre de “Jardín del Reposo”, una Funeraria “Resurrección”, una prisión penitenciaria “Renacer”. ¡Le habría encantado a Nikito!
Cenamos en Las Tinajas –restaurante con espectáculo folclórico-, el delicioso sancocho panameño, y disfrutamos del espectáculo de danzas. Pero ya estamos cansados, y dispuestos a emprender el regreso a casa.
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Sept.2004

ECUADOR ---agosto de 1987 y junio de 2005

I
Mi amiga ecuatoriana me llama un día y me dice: “Tengo un amigo en Quito que anda buscando hacer un intercambio entre su casa de campo en las afueras de Quito y un departamento en Manhattan, para pasar un mes con su familia (mujer y tres hijos adolescentes). Antes de pedirle a Carlos que coloque el aviso en las NU, decidí hablarte de esto, sabiendo que Brian y tú son tan aventureros”.
¿Ecuador? ¿Un mes?
Brian consulta a la infalible Madeleine, pidiéndole que nos mande folletos del país, y no nos lleva mucho convencernos de que puede valer la pena pasar un mes en el pequeño país sudamericano.
En conversaciones telefónicas, el doctor Guillermo Alvarez (radiólogo originario de Guayaquil) y yo planeamos la llegada de sus hijos y nuestra partida. Así, recibimos el primero de agosto a dos adolescentes; les mostramos el departamento y les entregamos las llaves, antes de encaminarnos al aeropuerto Kennedy para el vuelo de Ecuatoriana previsto para la 1.40am. Llegamos a Guayaquil y una hora después a Quito, en cuyo aeropuerto nos esperan el dr. Alvarez y su hijo mayor.
II
El segundo viaje lo empezamos a planear Brian y yo a fines de marzo del 2005, una vez aceptada la propuesta (formulada en su tradicional tarjeta navideña) del doctor de repetir la experiencia de intercambio de casas. Invitamos a los muchachos, y en principio les habría gustado, pero cada uno ya tiene sus planes, y entre nuestras amistades a quieneds proponemos que nos acompañen para aprovechar la oportunidad de alojamiento gratuito en Quito, los aventureros acababan de regresar de Yucatán u otro lugar, y los otros no se animaban ante la perspectiva de sudar en la selva amazónica con marchas de cuatro horas, o alojarse en hoteles de 20 dólares la noche.…
Partimos, pues, el 20 de junio; llegamos allá a medianoche, nos alojamos en un hotel de Quito. A la mañana siguiente fuimos a la oficina de Hertz cerca del aeropuerto a recoger el auto, y a la una nos encontramos con el doctor frente al hotel, para seguirlo en el coche al restaurante donde nos esperaba su familia.
Brian y yo no nos medimos con el ceviche, la corvina y la cerveza, y esa tarde sufrimos una fuerte indigestión, considerando que no llevábamos mucho de aterrizar, y nos encontrábamos a 2,800 metros de altura sobre el nivel del mar... Nos aliviamos con Coca Cola y dieta...
A la quinta de San Antonio Pichincha le han hecho arreglos; hace casi veinte años era una especie de villa romana, con las habitaciones en torno a un patio abierto; rodeada de enormes eucaliptos. Hoy es una casa moderna convencional, agradable, pero no original. Las siguientes tres semanas las distribuímos entre Quito, Tena, Baños, Riobamba, empezando con una salida de un día y noche a Otavalo, para el festival del solsticio de verano y el mercado. Llegando, nos detuvimos a comer a orillas del Lago San Pablo, en un restaurante recomendado por el doctor, con vista a los volcanes.
En el mercado de Otavalo, Brian se muestra decepcionado; ya no es el piso de tierra, ni los toldos improvisados por donde caiga: todo está asfaltado, los límites el mercado señalados, de concreto el “toldo”. Apenas reconocemos las calles, también pavimentadas, que llevan a él. Pero, le digo, no puedes pretender que todo se inmovilice.... sobre todo si es en el retraso, la suciedad, la pobreza. Por lo demás, la población sigue siendo la misma, no creo que mucho más próspera, ni menos artista.
El viaje de media hora, por terreno pedregoso, al hotel en la montaña, vale la pena. Es un paisaje bucólico; las cabañas primitivas, como el comedor, con chimenea, donde la pareja que ha comprado el terreno prepara buenos alimentos, que sirven con vino. Al amanecer, los colibríes y otras aves hacen nuestras delicias.
...
A continuación: Tena, con excursión de tres días a la selva del Oriente, la Amazonía. Esta fue una aventura tan interesantecomo la de hace casi veinte años. En aquella ocasión, con los niños, habíamos llegado a Misahuallí, para contratar una excursión con Douglas, experimentado guía - de padre americano y madre ecuatoriana-. Temprano subimos a una gran canoa de tronco, con otros seis turistas, y el hijo mayor de Douglas, que toma a su cargo Alan e Ian, y una vez que desembarcamos, los lleva de la mano a lo largo de cuatro horas de caminata a través de la selva, explicando la utilidad y los peligros de la flora y la fauna. Nosotros llegamos agotados, pero los niños, frescos como una lechuga. Allá dormiremos en colchones colocados entre dos árboles, rodeados de mosquitero, arreglo que considero preferible a las tiendas de campaña, posiblemente más calurosas.
Esta vez, sin los hijos, nos alojamos en un nuevo y agradable “pabellón de caza”, llamado Shangri-La en la ladera de un monte, mirando al río Tena. En los cuartos, las ventanas sin vidrio pero con tela de alambre dejan entrar una brisa lo suficientemente fresca como para hacer prescindible el abanico. Tampoco encontramos mosquitos. La comida, fresca y sencilla, es sabrosísima. Ahí, como en otros lugares me empeño en pedir diario pollo (con sabor) o pescado (tilapia, corvina o trucha salmonada).
Durante nuestros tres días ahí, realizamos caminatas de tres horas cada día, con botas de goma hasta la rodilla, poncho para la lluvia, por terrenos mucho más escabrosos que aquellos de 1987; resbalosos, lodosos, empinados; incluso por cañones que había que atravesar de lado, y a veces, apoyándonos en la espalda, las manos y las piernas: como arañas. En una de esas excursiones descubro a mi paso una fer de lance, de aspecto inofensivo, que indico a nuestro guía, el cual con furia le descarga encima varios golpes de machete: 'es la mas toxica de la selva!', dice, y continuacion cubre con tierra, utilizando siempre el machete, el cuerpo destrozado, pues aun muerta puede resultar venenosa...
Parecería que Brian y yo, con la edad, nos estamos haciendo más aficionados a estas locuras –ya la caminata en la playa del parque de Corcovado, en Costa Rica, había sido penosa, ¡pero esto parecía cosa de película!! El buen guía, indio de la Amazonia, resistente como los buenos, no pudo dejar de observar, al final de la caminata, que “nunca había tenido a turistas”de nuestra edad!! (Huelga decir que la gran mayoría de los otros visitantes eran jovenes mochileros, de todas partes del mundo, pero sobre todo Inglaterra y Alemania, aunque también los había españoles y franceses). Por curiosidad, volvemos a Misahuallí, donde encontramos plaza de asfalto, en la que se pasean los monos, y más hoteles y restaurantes de los que recordábamos. Buscamos a Douglas. Nos enseña con orgullo su hotelito, de dos pisos; nos dice que su hijo se hace cargo ahora de los paseos en la selva, desde el pabellón que tienen allá adentro, y que él mismo sólo está esperando poder vender el hotel para retirarse, con su mujer, a Guayaquil, a “pasar mis últimos días”, dice, añadiendo, sin el menor tono de queja, que tiene un cáncer gástrico incurable...
...
De Tena pasamos a Baños de Nuestra Señora, que apenas reconocemos, tanto la ha transformado el turismo. Cafés, restaurantes, hoteles, en todas las calles; y escuelas de español... Estamos terminando de malcomer, en la terraza de un café; el pescado no sabía a nada, las papas, mal preparadas, cuando vemos que con la mano tendida, se acerca a la mesa un viejito harapiento; me pide comida. Nada ha cambiado...
-¿Cómo le doy el pescado?- pregunto a Brian, que me mira inexpresivo, al tiempo que el anciano me tiende un contenedor de plástico, ésos en que se vende medio litro de helado. Le pongo ahí más de la mitad del pescado que no me comí, y las papas. Con vergüenza. ¡Que seamos capaces de esto los humanos! De permitir que nuestros niños, nuestros ancianos, pidan comida como limosna...
Baños se levanta a la sombra del Tungurahua, un volcán activo... A sus baños termales vamos esa misma tarde: delicioso el contraste en el cuerpo del agua caliente, con el aire fresco del crepúsculo. Después de la cena, excursión en “chiva” para ver, supuestamente, las explosiones del volcán, pero estaba muy nublado, de modo que sólo vimos desde arriba la ciudad iluminada, y para mitigar el frio, aceptamos el “canelazo” que nos ofrecieron –té de canela con “piquete” de aguardiente de caña.
Pocos meses después, el volcán hará erupción, destruyendo buena parte del pueblo.
De Baños, la siguiente escala fue Riobamba, al sur de Quito y con mayor elevación que ésta. Bella ciudad colonial, que en su momento fue capital del país, y en una de cuyas lindas casas se alojó brevemente El Libertador, donde escribió una cosa rarísima titulada “Mi delirio sobre el Chimborazo”: Yo venía envuelto con el manto de Iris...
Dicha casa es ahora la sede de la Sociedad Bolivariana, y también local de un restaurancito acogedor en el que hicimos una rica cena al calor de la chimenea. El objeto de nuestra visita a Riobamba era tomar a la mañana siguiente el tren que iba, a vuelta de rueda, por los Andes hasta una famosa formación montañosa denominada “Nariz del Diablo”.
En el interin, voy leyendo con harto gusto e interés el libro de Christopher Isherwood: 'The condor and the cows', diario de viaje sudamericano, de 1947, que Chema me dio de regalo de cumpleaños. Isherwood, el autor de "Goodbye to Berlin" -de donde salio la ya clasica "Cabaret", llego en barco, enviado por un periodico de los EU, a Cartagena de Indias, y de ahi se puso a reocrrer Sudamerica, a traves de Ecuadro, Peru y Bolivia, hasta Buenos Aires, en seis meses. En una de sus páginas, sobre Peru, dice: “The rest of central Lima resembles the duller parts of 19th century Paris; there are spacious avenues and handsome parks, but the oddness and charm of Quito are lacking.”
El Chimborazo, desde la ciudad de Riobamba, amanece radiante a la luz del sol, y luego se pone su tocado de nubes... Las caras de sus habitantes, más que chapeadas, quemadas por el sol de la cordillera.
Hemos de ser más de doscientos turistas sentados sobre cojines que hemos comprado esa mañana misma, o el día anterior, en el mercado, sobre el techo de zinc del tren antiguo, que a 50kms por hora recorrerá los Andes hacia el sur. La gran mayoría vienen de Estados Unidos y Canadá, otros son europeos, y australianos. Entre las piernas estiradas, los zapatos deportivos, los vendedores de agua, soda, galletas, tamales, chocolates, plátano fritos, palomitas, van y vienen ofreciendo su mercancía: incluso té y café. Los ecuatorianos viajan como Dios manda, dentro de los vagones. Cuando el tren arranca, a las 7 de la mañana, el airecillo frío debe hacer bajar la temperatura a 4oC. Al pasar, veo pintado a mano en una barda el siguiente mensaje amoroso: “Dejaré de amarte cuando un pintor logre pintar el sonido de una lágrima”...
Dejamos atrás campos sembrados de quinoa; bello verdor, una presa, chozas, labradores.
En San Pedro de Alausí, a donde llegamos al mediodía, se celebra un festival por el día del patrón. Ahí para el tren unos quince minutos, que todos aprovechamos para empezar a quitarnos capas de ropa, ahora que el sol atiza con fuerza. Los más prudentes trajeron protector solar, lentes oscuros y sombrero.
Llegamos a nuestro destino: la formación montañosa que sólo con mucha imaginación puede compararse con la Nariz del Diablo (pero, qué sé yo), y ahí el tren hace retroceso en la vía y regresa a Alausí, donde nos bajamos a comer, y a tomar el autobús que en la mitad de tiempo –dos horas- nos llevará de vuelta a Riobamba. Aquí visitamos el museo del Monasterio de la Inmaculada Concepción del siglo 17, muy interesante. Su lema, en el dintel de una puerta: “Si al cielo quieres ir- fielmente cada día- recuerda que a María- confiada has de acudir.”
Al día siguiente emprendemos el regreso a Quito, muy remozado su centro histórico gracias a la iniciativa de un alcalde consciente.
En las calles del Quito viejo o nuevo –da igual-, las típicas niñitas quechuas, de ocho o nueve años, que parecen de seis, llevando a la espalda al hermanito de meses. Una de ellas, sentada contra la pared, se cae de sueño, casi encima de la criatura. Dos jóvenes quiteñas se detienen, le hablan.
Poco más adelante, encontramos una hermosa iglesia católica con fachada gótica. Y nos enteramos de que el Papa Juan Pablo II dió instrucciones para que cesara la ayuda que daba el Vaticano destinada a su reconstrucción, debido a que algunas de las gárgolas representaban a animales amazónicos...

Del diario de viaje de 1987 copio:
Archidona, martes 18 de agosto
Plaza florida, donde perfuman las madreselvas y dan color los hibiscus. Su iglesia tiene una fachada sienesa.
A media tarde estoy con los niños a orillas del río Anzu. Ellos, metidos hasta media pierna. La corriente es veloz, tras una leve crecida como resultado de la lluvia de anoche que sólo paró esta mañana. Orilla barrosa. Los archidonianos se divierten cabalgando las olas en flotadores. Nos alojamos en la Residencia Regina, muy aceptable, que ocupa lo que eran los cuarteles militares. Y encontramos en los alrededores a norteamericanos miembros de la Guardia Nacional. Aparentemente, están ayudando a reparar puentes. ¿La verdad? Protegen la zona petrolera (de esto se sabrá más en los años siguientes).
Desde el regreso de Misahuallí, empezó el fin de la luna de miel con el Suzuki. Se paró a media hora de Puerto Napo, y hubo de ser arrastrado por un mecánico–con nosotros cuatro a bordo- hasta Archidona. Llegamos, sobre todo mi marido y yo, más muertos que vivos por la tensión nerviosa, y encima, blancos de polvo.
El lunes visitamos el taller del maestro Teopanta, quien dictamina que el empaque está quemado y hay que cambiarlo. Pero sólo es posible conseguir el repuesto en Quito.
Tendré que ir yo a comprarlo donde él me indica.
Camión de las 7.30 horas, viaje de cinco, sin asiento, en el piso, en medio de las dos filas. Llego a Quito a mediodía, exhausta. Voy de un lugar a otro en taxi, consigo la pieza. Tomo de regreso el autobús de las 17hrs a Archidona. Asiento No. 19, duro y estrecho, en la última fila, entre dos matrimonios, uno de ellos fumador. Durante cinco horas, sin interrupción el chofer tuvo encendida a todo volumen la casetera
con horrores como éste: “No es mi señora...pero me adora como Dios manda...”, y otras con un trío ecuatoriano, imitadores menores de los Panchos.
-El jeep estará listo esta tarde- nos dice el maestro Teopanta.
De regreso en Quito, vamos a comprar víveres a El Bosque, centro comercial de lujo. Aprovechamos para hacer que les corten el pelo a Alan e Ian, por la mitad de lo que me cobran en la peluquería de Broadway y la 94, que ya es barata. Todos los nombres de los negocios en inglés. Por ejemplo: Baboo, con su lema bobo: “Más que un jean, una forma de vivir”. El tremendo contraste entre esto (luces, voces por altoparlantes, aterciopeladas, prendas de vestir Lacoste, camisas inglesas de tela y fabricación importada; equipo deportivo del más caro; mucha mezclilla, mucho zapato tenis), y los chiquitos harapientos que se pierden en ese laberinto de rosas y miel, pero no para sus labios...
Frente a un carrusel, una niña quechua, madrecita en miniatura, sombrero de tela sobre el cabello sucio, trata de convencer a su hermanito de que la siga. El chiquito, de unos dos años –aunque nunca se sabe con certeza, son tan pequeños en general debido a la desnutrición- está haciendo un berrinche de ésos: quiere subir a los caballitos, se arranca su propio sombrero y lo arroja al piso, las mejillas más encendidas de lo habitual.
Cuando los volvemos a ver, un cuarto de hora más tarde, el pequeño, sentado en el piso, sigue llorando desconsoladamente, sin que la hermanita pueda hacer nada por él.
-Qué le pasa- me acerco, le veo la carita cubierta de mocos.
-Quiere subirse al caballito- dice la hermana-madre- y no tengo sucres.
-¿Te quieres subir tú?
-No.
-Señorita- me dirijo a la otra quechua, “aculturada” ya, que ha mirado la escena-, cuánto cuesta la vuelta.
-Déjelo, señora- me dice, rechazando las monedas-, yo los dejo subir.
Unos pasos más adelante, me vuelvo.
La niña está de pie, sosteniéndose con una mano en la brida del caballo blanco que su hermano cabalga, y con la otra en el manubrio de una motocicleta de madera. El niño ya no llora. Da una vuelta, y lo veo de frente; tiene los ojos entrecerrados, y sonríe beatíficamente.
Yo sé que estos gestos míos, estas intenciones de limosnas, no ayudan a resolver nada.
...
El domingo siguiente partimos a Ambato. En Baños hace frío y la comida es mala. Pero el zoológico nos encanta. Y la cena en un “chifa” (café de chinos) no está mal.
El lunes, al mercado. Nada extraordinario, salvo por la gente: tejedores de Otavalo, y de Salasaca (venidos de Bolivia). Luego a Riobamba. Cuando queremos seguir a Cuenca, más al sur, nuevo desperfecto del jeep: hace ruido en el cambio de velocidades. Taller. Vuelta forzosa a Quito. El martes: madrugar para ir al mec ánico; hay que cambiar algo del embrague, y esto llevará dos días. Pensamos en la posibilidad de alquilar un coche por ese tiempo, pues no tenemos ningun otro medio de salir de la casa..
La tensión me tiene agotada.
El jueves, al fascinante mercado de Saquisilí: de animales: vacas y terneras; gallinas cacareadoras, pollos piadores, pavos que gluglutean, patos que graznan; cerdos que chillan. En otra plaza: sarapes, chompas (jumpers); tejidos de Otavalo; tapices, rebozos; en otra: frutas, verduras (coles enormes, bananos, mandarinas, naranjas); granos, cereales, harinas, pastas; en otra: canastas, cuerdas, shigras (morrales multicolores de henquen). En otro puesto, comida: papas, carne de cerdo. A lo largo del pueblo, cruzado por carretas de caballos, autobuses, camiones y autos que avanzan a vuelta de rueda: el mercado de ropa de poliester y acrílico. Desde algunos coches, los merolicos, por altoparlantes, ofrecen gotas Visine para los ojos, aspirinas para el dolor de cabeza, aceite de cocina, pomada para el dolor reumático, cedazos, cacerolas...
Almorzamos en el Salón Pichincha, a una cuadra del parque y de la iglesia. Tres comidas: sopa de quinoa (el cereal de origen inca), con carne y papas, y un seco de carne (con arroz y frijoles), dos aguas minerales y una cola--- por un dólar cincuenta.
...
Vuelvo al viaje más reciente: junio de 2005
Con una invitación que nos transfiere el dr. Alvarez, asistimos (después de sudar la gota gorda para encontrar el estacionamiento en esas calles empedradas que suben y bajan, en un sentido y en otro) a un concierto en el renovado y hermoso Teatro Sucre, del siglo XIX. Grieg, Bizet y Debussy, con un pianista suizo invitado.
Al día siguiente, merced a otra invitación de nuestros amables anfitriones, salimos con el grupo de Rotarios rumbo a Mindo para ver los variados, maravillosos colibríes, que se muestran indiferentes a nuestras infatigables cámaras mientras chupan el agua azucarada de los contenedores en forma de flores de colores.
En el camino al centro de la ciudad, donde se encuentra el Hotel, veo volar los siniestros pájaros negros de plástico, que aterrizan o se quedan colgados de los postes o de los árboles: ofensa para la vista y peligro para las aves de verdad. “QUITO ES SUYO, AMELO”.
Desde acá son visibles los varios volcanes que lo rodean: el Cayambe y el Intisana, nevados y activos; el Cotopaxi. Escribe un especialista: “Históricamente el Cotopaxi es el volcán más peligroso en el Ecuador pero ha permanecido relativamente quieto por algún tiempo. El Pichincha erupcionó en el 2000. El Intisana todavía esta algo activo y es la fuente local de terremotos”.
Bajamos hasta la Reserva Biólogica de Tandayapa, paraíso de colibríes (chupamirtos, chuparrosas) en la ladera del volcán Pichincha.
Dos días después, por nuestra cuenta, vamos a Mindo. El camino de cornisa es espectacular; verdor por todas partes; desde los eucaliptos hasta la vegetación tropical.
Nos levantamos a las cuatro de la mañana para salir en el coche del guía, subir a oscuras el monte casi una hora más tarde, y esperar a que aparezca, primero con gran alharaca, de gritos como de niños llorosos, y luego en la rama, al otro extremo de la lente del poderoso telescopio del guía: el extraño gallo de la roca, de brillante plumaje colorado, con un cuerno en la frente, cubierto de plumas.

Esta vez decidimos ir a la playa de Atacames, provincia de Esmeraldas, en la costa del Pacífico. Lindo bungalow en la playa, del que nos corresponde una habitación minúscula, frente al mar. Estando en la playa oímos hablar en italiano a unas niñitas, cuya madre, ecuatoriana, lo champurrea. Evidentemente se trata de un caso semejante al de la mujer del chofer que nos había llevado del centro al aeropuerto, el primer día: mujeres que se van a Italia (no sé cómo se hacen contratar y llevar), donde trabajan como empleadas domésticas, enviando remesas a Ecuador, para el resto de la familia, esperando conseguir papeles y hacer que ésta se les pueda reunir.
Esa tarde, veo una mariposa que me llama mucho la atención. Revolotea cerca del mar, y luego aterriza en la arena. Tiene alas como las de la mariposa ‘cola de golondrina”, de un verde brillante con negro: Urania lelius, me entero más tarde, leyendo la guía de flora y fauna del Ecuador: “los machos chupan sodio y otros elementos químicos de la arena; migran de la Amazonía; son activos en días luminosos.”
...
De modo que, para resumir, viajamos a lomo de tren por la sierra y contemplamos las cumbres nevadas de los volcanes; recorrimos la selva humeda, a pie, enfundado en bota de hule hasta la rodilla; nos metimos a piscinas de aguas termales al lado del Tunguragua, que poco despues haria erupcion en Banos; cmimos ceviche, tilapia, trucha salmonada, corvina; yuca y patacones fritos. Nos asoleams, nos quemamos, nos picaron los mosquitos, tomamos pastillas contra el paludismo, sufrimos diarrea, dormimos de dia, despertamos de noche, madrugamos para subir al monte y ver pajaros extranos... y como siempre, desde hace treinta y dos años, regresamos mi marido y yo con una experiencia de viaje memorable y unica.
...
La 'Rough Guide' propone la siguiente bibliografía para quien quiera conocer más sobre Ecuador:
Ludwig Bemelmans, 'The Donkey Inside' (aparentemente muy polémico en su momento)
Henri Michaux, 'Ecuador'
Richard Poole, 'The Inca smiled'
Demetrio Aguilera Mata, 'Don Goyo' (1935)
Jorge Icaza, 'Huasipungo' (clásico ecuatoriano, 1934)
Luis Sepúlveda, 'El viejo que leía novelas de amor' .

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